viernes, 18 de diciembre de 2009

JEAN LUC GODARD: LA HERMOSA INQUIETUD

 A 50 años de Sin Aliento



Por Eduardo D. Benítez

   Es casi imposible hablar sobre Godard. O al menos tratar de definirlo con palabras sencillas, pues al ver sus películas, se tiene la impresión de estar siendo desafiado por algo extremadamente complejo, casi inabordable. Sería algo parecido a intentar hablar  sobre El Amor, tratar de aproximar algún sentido sobre ese acontecimiento abstracto del cual percibimos algunas formas o contornos, pero que a pesar de sentirlo a veces tan próximo encontramos cierta imposibilidad  para describirlo, para precisar sus límites.
   ¿Acontecimiento y abstracto? Puede parecer contradictoria la presencia de esas dos palabras que no se prestan a convivir felizmente en una misma frase. Sin embargo cuando se trata de hablar de algún aspecto de Godard (de su vida, de su filmografía), los contrasentidos, el choque entre términos, los retruécanos más impensados son justamente los materiales con los que hay que contar, con los que hay que enfrentarse. Toda una riqueza abandonada (por sus detractores) que hay para disfrutar.  Porque Godard es sino el Padre, al menos el máximo referente del cine moderno. Lo cual más o menos involucra una función rectora ó una especie de faro inevitable, y además una admiración, un amor ilimitado por parte de sus hijos (cinéfilos, cineastas). Pero al padre también le toca ser depositario de una especie de recelo constante y riguroso. Son bastante conocidas las diatribas contra Godard: que está viejo, que de sus films de los 60` en adelante no hizo nada que se pueda ver. En definitiva…todo un imaginario de cineasta maldito que se resiste a ser comprendido. Y es justamente contra ese ver y ese comprender cristalizado por el sentido común que Godard lucha y luchó toda su vida. Aunque sólo sea de forma negativa, de una manera o de otra Godard siempre es y fue una presencia inevitable para muchos.

    Algunos pocos compañeros de ruta lo siguen en su trabajoso camino de cineasta solitario: Manoel de Oliveira, Straub. Aunque su labor de crítico e historiador/arqueólogo del cine también lo deja cerca de un cineasta tan disímil como Nanni Moretti. Piénsese en las reflexiones del italiano sobre la crítica de cine en los medios masivos, piénsese en Moretti yendo al encuentro de la tumba de Pasolini ó ironizando sobre las recaudaciones a propósito del estreno de un film de Kiarostami. 


 Lo cierto es que se puede imaginar a un Godard en completa soledad, trabajando con sus materiales de origen tan heterogéneo, husmeando en sus archivos musicales, audiovisuales, pictóricos, literarios. Tal vez no sea descabellada  la idea de un Godard como un gran archivo mental, como un enciclopedista bellamente lunático que sobrevuela con ojo crítico El Cine. Por lo menos ese es el Godard que construimos a base de fragmentos, de declaraciones en entrevistas, a través de sus aforismos,  de sus máximas, de sus apariciones en sus propias películas. Matices que  develan una vida que se resiste a ser separada de su obra: “El cine/ mi idea/ la que puedo expresar / ahora/ era la única manera/ de hacer/ de narrar/ de darme cuenta que yo/ tengo una historia/ como persona” dirá en las Histoire (s) mientras fuma su sempiterno habano. Una necesidad vital de cine y, sobre todo, una necesidad que el cine tiene de su figura, de su autoría. Dirá también en ese tono casi de oráculo refiriéndose a la nouvelle vague “Hay un misterioso vínculo entre las generaciones pasadas y la nuestra. Éramos esperados en la tierra”. Una frase que abreva casi  en  las fuentes del misticismo.  Pero ¿Qué sería de la Historia del cine (del arte incluso) sin Godard? O también ¿qué sería de él sin la Historia del cine? Godard necesita del cine (de su historia) para poder transformar su propia vida y convertirla en una máquina de disparar una multiplicidad de sentidos y observaciones sobre la cultura; y es por eso que, a su vez, la historia del cine necesitó de Godard. Hay una deuda bastante alta, si de innovaciones estéticas hablamos, que el mundo del cine tiene con el director de Sin aliento. Si se piensa que ya en1959 había hecho una lúcida e irónica relectura del policial negro, que transfiguró las propuestas del pop-art, el arte de masas, el letrismo, que más adelante instaló el distanciamiento bretchiano en sus films más políticos, que a finales de los 70’ ya veía en el video un ámbito fértil para la experimentación formal, que de los 80’ en adelante hizo concurrir en su discurso audiovisual el pensamiento de los filósofos más importantes del siglo XX (Derrida, Deleuze, Levinas, Arendt, Debord). Alguna vez declaró un poco indignado refiriéndose a “la generación de Desplechin y Assayas”: “el cine los hace existir, más que ellos hacen existir al cine”. Porque para él, seguro se trata de otra cosa. De ponerlo todo en diálogo. Incluso un diálogo que deje las cosas en estado crítico. Confundirlo todo: la vida y el cine, el cine y la pintura, la poesía y el cine. Godard de alguna manera ensayó toda su vida algo del proyecto literario de Rimbaud: que el arte y la vida sean inseparables. Godard también sentó a la belleza en sus rodillas, la encontró amarga y la insultó.

   En los años 80’ (tal vez su período más importante) Godard comienza una obra de una hibridación vertiginosa.  Es la  etapa en la que no cesará de aparecer en la pantalla  ofreciendo su cuerpo y su voz.  Sus películas se convierten en criaturas de múltiples perspectivas y su filmografía se va alejando, ahora sí, casi totalmente del territorio de lo verosímil. Personalmente considero cinco de este período como la cima de su obra: Passion, Prenóm Carmen, Jlg/Jlg, las Histoire(s), King Lear. Son películas signadas por un susurro. A pesar de que incluso antes de Dos o tres cosas que se de ella escuchamos susurrar a Godard en sus películas. Pero este es un susurro explosivo, un caudal de voz-off nunca concordante con su referente en la imagen. Tanto en Jlg/Jlg como en las Histoire(s) hay retazos de tono profundamente autobiográfico. Da la sensación de estar asistiendo a una confesión muy íntima de una historia individual que está siendo cuestionada en contrapunto con la Historia. Una especie de diario íntimo en constante desplazamiento. En definitiva, una vida que está siendo escrita frente a nuestra mirada. En su autorretrato, Jlg/Jlg, se lo escucha decir “decimos más de lo que deseamos/ creemos que expresamos lo individual pero expresamos lo universal/ Yo tengo frío/ Soy yo quien dijo yo tengo frío/ Pero no soy yo quien es escuchado/ Yo desaparecí entre esos dos momentos del discurso” y más adelante “a dónde vive usted/ En el lenguaje/ Y no puedo mantenerme quieto”.


La de este período es también una voz-off que nos adelanta la imposibilidad de la historia, del relato. En King Lear, en Passion la historia siempre está por venir, por ser contada. Se reflexiona, se alude a ella de una u otra manera, pero nunca llega. “Lo que estamos buscando es como el fuego, nace de lo que destruye” dice el profesor loco en King Lear (el propio Jean-Luc) portando una tupida cabellera compuesta de cables de audio y video, cuando le preguntan por el nombre de las cosas. Como si una narración clásica ya no fuera posible, como si hubiera que trabajar a partir de sus cenizas: “hace unos años me di cuenta que el cine no había mostrado los campos de concentración (…). Ahí el cine se detuvo; entonces yo pensé que la nouvelle vague no era un comienzo sino un fin”.  

   El fin. Ciertamente Godard coquetea con la idea de la muerte del cine: “Aguardo el final del cine con optimismo”. Tal vez  la sentencia  defunción no pase más allá de las fronteras de la ocurrencia o la boutade godardiana.  Pero con esa frase está sugiriendo que de alguna manera la maquinaria narrativa mostró su agotamiento, algo socialmente llamado cine nos dejó fijados en nuestras butacas a la espera casi desinteresada de ese placer por la repetición.  A partir de allí, Godard aparece como el continuador de algo difícil de definir,  tal vez “una forma que piensa” como él mismo diría, pero que de seguro ya no es más el Cine. Algo que puede pensarse en términos de la distinción barthesiana goce/ placer. El cine de placer está íntimamente relacionado con nuestra comodidad, nuestro confort. Se supone que vamos al cine, pagamos una entrada y somos recompensados con cierta dosis de previsible plenitud. El cine de goce nos hace tambalear, nos sacude, el yo se extravía en un complejo de sobreimpresiones, ralentis, aceleraciones - en las Historie (s) por ejemplo-. Ningún valor, ningún sentido de antemano nos está garantizado. Hacia esa dimensión fue la obra de Godard siempre. Una especie de poética de la dispersión.




De alguna manera, algunos orientamos la mirada hacia el pasado del cine según el criterio de un hombre que supo imponerse con estilo. Que tuvo verdadera convicción para decir dos o tres (y seguro muchas más) cosas importantes. ¿Será que leímos la historia del cine a través de su vida? ¿Que de alguna manera por no haber filmado los campos una generación se había equivocado mucho, la historia se había detenido? ¿Que  nos sentimos dulcemente heridos al descubrir que uno de los rostros más hermosos del mundo tenía nombre y apellido: Anna Karina? Godard lo propuso y nosotros le creímos.


Artículo publicado originalmente en Revista La Otra21

martes, 17 de noviembre de 2009

500 DÍAS CON ELLA




Por Eduardo D. Benítez

El Festival de Sundance es una especie de máquina de sacar a la luz comedias románticas que llevan la huella indeleble del  indie norteamericano. A la vasta producción de su “factoría” le debemos el descubrimiento de algunos hijos fallidos e incluso verdaderos infectos (la sobrevalorada ganadora del Oscar Slumdog Millionaire) pero también  algunas joyas inolvidables  (La joven vida de Juno, Pequeña Miss Sunshine). La película de  Marc Webb, 500 días con ella, engrosa la lista del segundo grupo. Una ópera prima de presupuesto modesto que  recaudó infinitas loas de la crítica internacional y que tuvo la merecida bendición de estar producida por esa rama sensible de la Fox  que es Fox Searchlight Pictures. Un film que supo develar el brillo o por lo menos materializar los destellos humildes de dos actores en alza: Joseph Gordon-Levitt (G.I. Joe) y la bella Zooey Deschanel (El fin de los tiempos). Dos mozuelos que demuestran que juntos son dinamita. Algo lánguidos por momentos, un poco producto de estos tiempos de compromiso light con la vida, pero dinamita al fin. 


 De su línea argumental podríamos resumir lo siguiente: en el quehacer diario de un ambiente laboral, casi sorpresivamente, Tom (Nuestro Joven Protagonista) conoce a Summer (su nueva compañera de trabajo: Damisela Hermosa) y queda rendido a un amor que no promete corresponderlo fácilmente. Porque Damisela Hermosa no cree en el amor, y por ende Joven Protagonista enamorado sufrirá por tiempo indeterminado. Hasta aquí, una historia como muchas. Entonces, ¿dónde radica el atractivo en 500 días con ella? En cierto armado temporal de la narración que ofrece un paseo anárquico por distintas estaciones emocionales de la complicada relación entre Tom y Summer, en cierta manera de hacer de las frustraciones cotidianas un estandarte con el cual dar el grito del tonto enamorado sin temer las consecuencias, en cierto modo de convertir el relato en una balada sentimental con la cual poder regocijarnos en nuestro propio dolor.  La película de Marc Webb está armada hasta los dientes de una melomanía a flor de piel.  Sólo basta comprobarlo en una de las secuencias más deslumbrantes: Tom da una entrega musical brotado de emoción en medio de un parque concurrido por muchísima gente a la que arrastra a bailar con su encanto al ritmo de You Make My Dreams de Hall & Oatesbaila. 500 dias con ella acierta en asignarle a cada momento dramático el condimento exacto de una de esas baladas dulcemente tristes. Allí están presentes las canciones de Regina Spektor o The smiths  para deleitarse de lo lindo.

Reseña publicada originalmente en Revista HC de noviembre 2009

domingo, 25 de octubre de 2009

LOS RAROS

Entrevista a Julia Solomonoff



Por Eduardo D. Benítez

Erotismo,  sugestión, ambigüedad sexual son algunas de las palabras que surgen a la hora de pensar  en torno a las obras de cineastas como Lucía Puenzo (XXY), Lucrecia Martel (La Niña Santa), Albertina Carri (Géminis), Julia Solomonoff (El último verano…). Si hay un hecho que une a este grupo de películas, es el de dejar bien claro que la vida social (y la sexual como una de sus tantas dimensiones) es un objeto heterogéneo, siempre en fuga de las exigencias facilistas de representación. Y, sobre todo,  que no se trata de hacer películas alrededor del tema de la sexualidad por el simple propósito de  reivindicar tal ó cual colectivo identitario.  La sexualidad es vista como una fuente polisémica, donde cada uno va hallando su sentido según el recorrido de su mirada en el mundo. Tal vez por eso los relatos dieron un giro hacia lo micro.  Son historias que no hacen foco en ningún comunitarismo, ni en denuncias universalistas; sino que se detienen en las particularidades que afectan la compleja existencia de personajes de lo más cotidianos. La propuesta más bien sería: cómo procesar individualmente el hecho de que hay otro y “que puede no ser como uno” (Julia Solomonoff dixit).

    Lo sexual como eje para la elaboración de motivos dramáticos impone dificultades,  ya que es un tema de una gran complejidad y que se resiste a ser retratado de manera transparente.  A veces eso que llamamos realidad es algo tan ininteligible que parece desbordar las posibilidades para simbolizarlo, y es tal vez ese el disparador de una toma de posiciones de orden estético (y ético). ¿Cómo filmar una vivencia que no es la propia sin violentarla? De ese desafío surge el alto grado de sofisticación del relato que tiene El último verano…desplazando un poco el foco, haciendo del “problema” de la sexualidad un “problema” de la mirada.  Es así como Julia Solomonoff, sincera (¿porqué no: enamorada?) con la historia que retrata, embiste un poco al sesgo el tema de la diferencia sexual y nos conduce por los corredores de una experiencia amorosa única: no sólo la que se da entre Jorgelina y Mario al interior de la ficción, sino la que se evidencia en  el trabajo actoral y la cámara; entre la pantalla y el espectador.  Para que una vez más el cine pueda enseñarnos, como dijo Serge Daney, “a tocar incansablemente con la mirada a qué distancia de uno empieza el otro·.


-¿En términos de producción que cambios notás que hubo entre Hermanas y El último verano de la Boyita?

- Más que noté, generé. Igual yo soy una convencida de que cada película tiene la producción que necesita.  No creo que sea mejor pasar de una película chica a una grande o de una grande a una chica. Cada historia te pide cosas que determinan la producción.  En el caso de Hermanas, al pretender filmar en argentina algo que tenía que suceder  en Estados unidos nos generó un alto nivel de gastos.  Después de Hermanas quedé con ganas de hacer algo mucho más chico, más de lo que terminó siendo. Yo la iba a hacer en HDV con cuatro personas y semidocumental. 

-¿Qué te hizo salir de ese esquema inicial?

-Yo creo que la película terminó encontrando su tamaño perfecto. Una producción más grande no le hubiera convenido a la historia. Yo sabía que necesitaba un equipo pequeño, muy flexible a nivel humano, en el sentido de que nos pudiéramos mover de una situación a otra. Que pudiéramos responder a la naturaleza del campo de alguna manera, a situaciones en las que no iba  a haber grandes comodidades. No quería que el equipo fuera un aparataje pesado y sobre todo que no intimidara a los protagonistas que son niños y que por supuesto no son actores.  Básicamente toda la película fue diseñada en base a conseguir el mejor ámbito posible para estos chicos. La mayor intimidad, la mayor espontaneidad y la mayor contención para ellos. En base a eso se decidió quienes estaban en el set, con qué cámaras se filmaba y dónde. 

- Si tenemos en cuenta el proceso que va de Hermanas a La Boyita, hay una sensación de haber cortado el ancla para hacer un relato fluido, fresco. 

-Si, fue un poco salir con la mochila un rato, después de haber hecho un viaje con una gran valija y a mí me encantó. Hermanas tiene una especie de solidez, en algunos momentos estática, que fue buscada estéticamente por ese mundo que estábamos contando. Era una arquitecta que no posibilitaba muchos movimientos de cámara. En la Boyita fue muy diferente, fue fundamentalmente cámara en mano, nunca hubo trípode, un equipo muy portátil. Filmamos en HD justamente no por una cuestión presupuestaria sino para poder tener la mayor cantidad de tape para trabajar con los chicos. 

-¿Cómo fue el recorrido para sacar adelante este proyecto?

Miles de pequeñas cosas que se iban sumando y yo sinceramente,  no tenía para eso. Y también lo convoqué a Pepé Salvia que es el productor argentino de la película que ayudó mucho también porque yo necesitaba un productor que pudiera embarrarse, salir al campo conmigo; yo no quería un productor de oficina. Después… la entrada de El Deseo fue la que ayudó a que la película se financiara. Sin dudas se generó un poco de valor agregado para el proyecto.  Desde que El Deseo estuvo interesado por la historia ya fue otro el recorrido. 

-¿En qué sentido fue otro el recorrido?

Para El Deseo sigue siendo una película pequeñísima (ellos son socios en un veinte por ciento) pero para nosotros significó pasar del HDV al HD por ejemplo. Fue apostar un poco más sin que se nos vaya el diseño de la producción. 

-¿Cómo comienza la relación con Tuto? y ¿Qué fue lo que te sedujo tanto de él?

-Yo vengo desarrollando una relación muy larga con la familia de Tuto (quien interpreta a Mario). Yo iba cada tanto a grabarlo, para ir desarrollando una relación con la cámara. Nunca actuando, siempre él haciendo su vida y yo siguiéndolo con la cámara.  Creo que hay algo que, ahora siendo más grande, Tuto sigue teniendo: un nivel de misterio. Creo que él tiene una especie de enigma, es muy parco con las palabras, tiene una sonrisa para mí muy especial y sobre todo una gran relación con la cámara, una mirada que atraviesa la cámara.  Tiene una presencia muy mágica. 

 -La película le va dando información al espectador de manera demorada. Casi dándole un clima de suspense. ¿Es deliberado esto?

Si, es totalmente deliberado. Primero porque la historia es la historia de un descubrimiento. Y me tomo treinta minutos para que el espectador vaya preguntándose y descubriendo cosas conjuntamente con la protagonista. Me interesaba jugar con la sensación de no saber de qué se trata.  Es un poco la apuesta de la película, no? Creemos que sabemos cosas y no estaría mal volvérnoslas a preguntar. De hecho creo que las preguntas de la infancia, son preguntas fundamentales que uno tendría que revisitar.
- Hay cierto respeto por el tema que abordás en la película ¿Hay alguna relación entre este tratamiento  y la puesta en escena ó la narración resultante?

Si, lo que no me interesaba era ser sensacionalista con el tema.  Para mí era importante desdramatizarlo, meterme en la emoción de las cosas que pasan pero sin hacer de esto un gran titular. Yo creo que este tema  para los dos chicos, era menos trágico que para los adultos.  Y eso habla mucho de los adultos., ¿por qué tiene que ser tan trágica la diferencia? Allí los chicos nos enseñan algo. 


Entrevista publicada originalmente en Revista HC nº 97

martes, 1 de septiembre de 2009

DESDE LAS CENIZAS

Sobre Ashes of times (Redux)


Por Eduardo D. Benitez 

  Resulta a veces que lo que creíamos que era una comunicación amorosa eficaz, termina evidenciando cierta desproporción,  cierto desfase. Y aquello que pretendíamos entender de manera tan definitiva da un vuelco, y se revela sorpresivamente como una condición inherente a toda relación amorosa: ese abismo de gestos y palabras que hay en toda comunicación humana, ese imposible que media entre amante y amado, siempre tentados a superarlo. Con la materia de esa misma imposibilidad están hechas las películas de Wong Kar Wai, ese director único e insoslayable del cine contemporáneo.

   Es siempre un placer reencontrarse con una película de Wong kar. Sea cual sea el resultado final, un instante en su filmografía  es siempre un instante en la historia de la belleza. Cenizas del tiempo (1994/2008) es entonces un fragmento de belleza fechada entre Chungking Express (1994) y Fallen Angels (1995), es decir entre los arrebatos de amor urbano y comida rápida de la primera y el crudo dramón mafioso de la segunda. Pero resulta que esas cenizas fueron revisitadas por el director Hongkonés en el 2008 y al film original se le agregaron escenas, se replanteó el trabajo visual y se modificó la estructura narrativa. De esta realización nació la versión “redux”: un film que resucita la sepultada versión de hace quince años y que la deja más cerca de esos dos culebrones modernos e hiperstetizados que protagoniza el señor Chow (Con ánimo de amar y 2046).

   ¿Qué hace que un film de Wong Kar Wai sea siempre un derroche de placer? El haber trabajado siempre con colaboradores inigualables. Y con esto no sólo señalo la magia actoral de Maggie Cheung, Leslie Cheung ó Tony Leung; sino también a uno de los grandes directores de fotografía que goza el cine en la actualidad: Christopher Doyle.

   Según el vestuario estamos en la Antigua China, donde el guerrero Ouyang Feng vive un autoexilio en un lugar inhóspito, después de que un amor tortuoso le dejara roto el corazón. Hay un vino mítico que promete quitar todo recuerdo de  la memoria de quien lo bebe, algunas batallas en el medio del desierto, un espadachín ciego, otro asesino a sueldo. Todos custodian con recelo sus emociones. Pero todos, en el fondo, esperan algo: ese in the mood for love eterno. Ese director porfiado y obsesionado con la desventura amorosa como tema omnipresente.

  Es de esta manera como, un montaje a veces desprolijo y una exaltación de la paleta de colores se dan cita en un film de artes marciales sólo en su superficie que termina develando la cara que escondía: un sinfín de historias de amores melodramáticos y corazones destrozados. En esas decisiones radica la grandeza de Wong Kar. En hacer existir los géneros a fuerza de tensarlos hasta dejarlos irreconocibles. Como el amor que esconden sus personajes.

Reseña publicada originalmente en sección estrenos de HC de septiembre 2009

lunes, 17 de agosto de 2009

ASTROBOYMANÍA



Por Eduardo D. Benítez

Para astroboy-maniacos presentes, pasados y por venir. Para esos que abrigaron sus primeros años al calor de su serie televisiva,  ó incluso aquellos que pudieron disfrutarlo en comic y para quienes fueran a descubrirlo ahora en pleno inicio 2010, llega la película del robot más joven y humanizado de la historia: Astroboy. La trama establece lazos más o menos fieles con el manga original creado por el historietista Osamu Tezuka: un científico crea un robot a imagen y semejanza de su hijo Toby, recientemente fallecido.  Pero este hijo dotado de un cerebro artificial súper inteligente, lo único que hace es recordarle que su verdadero hijo ya no está en este mundo. Es allí cuando lo rechaza de manera definitiva y, acongojado, el niño-robot emprende su destino solitario y da comienzo a su lucha contra el Mal. Tener los atributos más sensibleramente humanos, ser eternamente niño, resolver confusos teoremas con un movimiento de manos y  volar, sí volar. Que más se le puede pedir al superhéroe que nos hizo teñir de manchas el guardapolvo de nuestra infancia cuando queríamos imitar sus epifanías.  Quisiéramos por un momento decir gracias a David Bowers por la novedad de este ñoño recreo audiovisual. Ortodoxos del animé, a no desmoralizarse: aunque el trazo en el dibujo no sea copia fiel del original televisivo, el niño Atom cumple en demasía la promesa de divertimento y remedo nostálgico de las infantas alegrías. 


sábado, 6 de junio de 2009

UN CONTE DE NOEL: ARNAUD DESPLECHIN




Por Eduardo D. Benítez

El cine de Arnaud Desplechin tiene algo de proyecto romántico. Cierta recurrencia en iluminar algunas zonas oscuras de la vida, una obstinación por elevar la enfermedad ó lo enfermizo  a categoría de valor estético.  De hecho, una enfermedad sanguínea es el gran acontecimiento sobre el cual giran los conflictos de Un conte de Noel. Hermanos (uno expatriado del reducto familiar), hijos y cuñados. Tres generaciones reunidas en la casa paterna (el cáncer latente y un hijo muerto como telón de fondo) sostienen el relato con un trabajo de montaje que le da al film la fluidez de un río.

 En Un conte de Noel la casa paterna es  un receptáculo donde se vierten el pasado,  el presente  y el futuro de la familia Vuillard en los días que rondan la Navidad. Es la misma casa  que se convertirá, durante lo que dure el encuentro, en  una suerte de dulce hospicio donde cada “habitante” no dejará de refregar sus “perturbaciones” sobre el rostro del otro. El jardín tal vez estimule otro clima emocional: una promesa de calma.  Es el lugar en el que- entre cañitas voladoras, hamacas y sonrisas- algunas verdades demasiado dolorosas pueden ser enunciadas con liviandad.  Donde, por fin, cierta sinceridad y cierto paso a la alegría no asustan. Desplechin les confiere aquí a sus personajes una relativa tregua. Aunque  Junon (Catherine Deneuve) le confirmará a su hijo Henri que nunca lo quiso y él (el extraordinario Mathieu Amalric) replicará lo propio, de envidiable entereza,  con una digna sonrisa. Todas las situaciones parecen ser meritorias de cierta dosis de veneno y de ternura a la vez.  Una familia que va a mil por no poder filtrar los deseos, es decir una familia envidiable. 

Desplechin mira a la institución familiar casi bajo la órbita de una práctica cubista. Descomponiéndola, mostrando sus múltiples puntos de vista. Dándoles así  a sus miembros la posibilidad de ir adquiriendo distintas formas,  densidades según el lugar desde dónde los miremos. Incluso en Reyes y reina su anterior película la cuestión de la institución psiquiátrica, la médica y la religión entran a hacer juego y a conformar las capas de ese caleidoscopio que va gestando su filmografía.  Recordemos a Ismael, el psiquiatrizado que a golpe de planos nos convence de que la locura es de “los otros”: de la sociedad misma, de su propia familia que decidió encerrarlo. 

Lo novedoso de todo su cine, entre la “gran escena” del clasicismo y la austeridad del cine moderno,  es que no abona simplemente una cuota más al cine francés de giro intelectivo, sino que se encauza en lo puramente visceral con la mayor elegancia.  Las criaturas de Desplechin son queribles e irritantes al mismo tiempo. Declaman sus afectos sin disimulos cómo lo haría un niño. Son personajes sinceros dándole vida a un film sincero y contradictorio. Y por eso mismo doblemente bello. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

domingo, 15 de febrero de 2009

LOS MIMOS DE LOUIS GARREL




Por Eduardo D. Benítez

Un enrarecimiento en la pantalla se aloja a los 25 minutos de comenzada la función de Las canciones de amor de Christophe Honoré. Un anómalo musical, tal vez algo feroz. Pero indiscutiblemente placentero.  

  Lo cierto es que la película en sus primeros minutos nos tiene reservada una agraciada oscilación entre Los paraguas de Cherburgo y La mamá y la puta. Con un trío amoroso que expresa sus titubeos, sus inseguridades, sus afectos a puro canto: Ismael (Louis Garrel), Julie (Ludivine Sagnier) y Alice (Clothilde Hesme). De repente un vuelco en la historia…alguien muere en el interior de un boliche bailable ubicado en un sótano, la joven Julie sufre un paro respiratorio. Un paro para el espectador. Ludivine Sagnier expatriada del film a los veinte minutos…Christophe Honoré se da ese lujo  ¿Qué hacer ahora que el guión parece naufragar? Asistir a una actuación. Cuando la sensación inicial parece ser la de una película que ha perdido el rumbo, Louis Garrel- atlás sosteniendo el firmamento- se pone a sus espaldas el film y nos saca a pasear con él a pasos de gigante. A partir de la muerte de su novia Ismael pasará por un primer período de duelo de una profunda tristeza y luego buscará,  hará un peregrinaje de cama en cama. Una búsqueda que tiene más que ver con una validación de sí imposible de efectuar en soledad, que  con descubrir cierta imagen de su novia muerta en los otros. El deseo de Ismael por los otros recrudece porque en sus relaciones, esos otros le confirman que él todavía no está muerto.

   Entre el vasto campo de significaciones que abre la palabra mimo, el diccionario propone algunas que, por lo menos de refilón, describen el trabajo de Louis Garrel en esta película: Mimo1) “Entre griegos y romanos, farsa, representación teatral ligera, festiva y generalmente obscena”. Mimo2) “Cariño, halago o demostración de ternura.”

   Imposible no quedar prendado ante la actuación de Louis Garrel, ante sus saltos, sus sobresaltos, sus cantos, sus bailes, sus angustias, sus excitaciones. Es que en los gestos de Louis Garrel parece resumirse toda una historia de las pasiones cinematográficas (algunas muy franceses): la búsqueda del amor justo ahí donde no se lo va a encontrar, el menage a` trois imposible de consumar, dulce y doloroso a la vez.

  En Las canciones de amor la figura (su angustia) de Garrel pide ser comprendida y amada plano a plano.
   Louis Garrel es el eterno efebo francés, el amante regular de nuestro siglo XXI por cuyo cuerpo desfilan Eustache, Leaud, Garrel padre,  el musical galo, el mayo francés…

Comentario publicado originalmente en La Otra