viernes, 29 de abril de 2011

CINE CONTRA ESPECTÁCULO



Por Eduardo D. Benítez y Diego Maté

Para su décima edición, la Muestra de Documentales de Buenos Aires (DocBsAs) preparó una visita de lujo: el cineasta y crítico cahierista Jean- Louis Comolli. Junto a la presentación del libro Cine contra espectáculo (Editorial Manantial) se programó una sustanciosa retrospectiva que ofreció un abanico amplio de la obra de este legendario director francés. Entre films de variados metrajes y soportes se proyectó -en la Sala Lugones- su último trabajo: Antes los fantasmas (2009). El documental –basado en el libro Noche y niebla, un film en la historia- dispara no pocas preguntas acerca de la relación entre el cine y la Historia en mayúscula, la praxis cinematográfica en general, y la labor del cineasta abordado en su sentido más político. El libro, escrito por la historiadora erudita Sylvie Lindeperg reflexiona sobre el legendario mediometraje de Alain Resnais Noche y Niebla, primer film –realizado en el 54- en hablar sobre los campos de exterminio nazis. Dar cuenta de cómo fue el origen de Noche y niebla y su impacto posterior es el propósito del libro de Lindeperg; repasar –en clave dialógica, con rigurosos planos a cámara- el proceso de escritura de ese libro y su entramado con el film de Resnais es el propósito del trabajo de Comolli. Pero además “este film se construye como un campo de batalla, de tensiones y se transforma en un elemento analítico de la sociedad”, como afirmó su director en la Lugones a propósito de la presentación de la película. Es así como se trató de desmenuzar el film evocado (Noche y Niebla) en colaboración con la historiadora para extraer por lo menos tres líneas de lectura: 1) revisar la historia del cine para lograr una mayor comprensión de nuestro mundo, 2) ampliar el campo de la palabra oral como una marca autoral que reactualice la antinomia cine contra espectáculo y 3) recordar que el concepto de “campo” no se aplica a una sola época y a un solo país.

 Con un rodaje corto -de seis días- y mayormente con escenas realizadas de manera improvisada (nos referimos a los diálogos mantenidos entre la autora del libro y el autor del film mientras la cinta rueda) todos los parlamentos retratados en Ante los fantasmas son productos de charlas espontáneas donde sólo una matriz temática (Sylvie y Comolli eligieron un punteo de temas sobre los que iban a hablar, privilegiando todo lo concerniente a la exterminación) disparaba múltiples lecturas del libro, del film de Resnais e incluso sobre los avatares de la coyuntura política global. Fue así como el pensamiento de ambos se fue elaborando y sumando capas en el proceso mismo de Ante los fantasmas y pudieron agregarse numerosas interpretaciones que no estaban comprendidas en el libro Noche y niebla, un film en la historia. Por ejemplo, considerando que en el tramo final bajo la voz de Cayrol cuando se hace referencia a “quién se hará responsable” ante la “llegada de los nuevos verdugos”, el film de Resnais alertaba acerca de la lucha de Argelia contra el colonialismo Francés, además de referirse al exterminio nazi. 

 En Ante los fantasmas la construcción de un complejo trabajo metatextual no sólo confirma que el cine cada vez más comienza a girar en torno a películas que hablan sobre otras películas, sino que del mismo modo ponen en abismo a otras disciplinas como la ensayística, la conversación o el propio diálogo como objeto privilegiado de su registro. La cámara de Comolli deja acontecer, no se detiene. Es un rodaje en su pura continuidad que no busca otra cosa que registrar el flujo espontáneo de la palabra hablada. El espectador se encuentra a la escucha de una puesta en escena de una conversación que incorpora dimensiones de sentido al film aludido y las palabras se encadenan en directo ante la cámara para sumar espesor documental a la interpretación histórica.

 También la palabra es uno de los recursos más fuertes de otra película de Comolli exhibida en el DocBsAs, Buenaventura Durruti, anarquista. Frente a tanta crítica que pretende instalar una supuesta supremacía de la imagen por sobre la palabra y de tanta película con aires de contemporaneidad que parece entender al cine como un medio más visual que sonoro, Comolli viene a demostrar que las películas son siempre imagen y sonido, y que el lenguaje también puede ser un arma política de alcances revolucionarios. Es imposible medir las resonancias estéticas y morales del uso de los diálogos que se hace en Durruti, sobre todo por el complejísimo trabajo que se deja ver (escuchar) alrededor de las conversaciones. Cruces entre el castellano y el catalán, soliloquios, discusiones acaloradas, pensamientos dichos por una voz desde el off. Comolli conjuga en Durruti una constelación interminable de recursos lingüísticos en la que cada palabra se integra a las otras conformando una galaxia sonora inacabable, sin despojar a cada una de ellas del peso específico de su sonoridad ni del vigor de sus sentidos posibles.

El grupo de teatro liderado por Albert Boadella ensaya una reconstrucción de la vida de Durruti, sus compañeros y familiares, que a los pocos minutos se revela plenamente como construcción, como artificio puro y duro. Casi gravitando en una especie de lugar intermedio entre, por un lado, las propuestas del cine de ficción siempre listo a reducir y filtrar la densidad de la Historia a través de la comodidad de algún relato de corte solemne y aleccionador, y, por otro, la filosofía de un cruzado insobornable como Claude Lanzmann (el realizador de Shoah) para el que cualquier intento de representación del Holocausto es un paso hacia la naturalización y aceptación del genocidio y, por lo tanto, debe ser activamente repudiado, Comolli encuentra un espacio en el que ejercer su crítica sin desplomarse hacia ninguno de los dos extremos. El director de Durruti confía en el poder de la representación y no reniega de su potencialidad crítica, pero esa representación, para ser política, no puede mostrarse inocente, como mero (y siempre falso) espejo de lo real, sino que tiene que presentarse a sí misma como construcción, como un artefacto desmontado que solo puede seguir funcionando a fuerza de evidenciar sus mecanismos, de hacer inteligible su maquinaria interna.

La versión completa de este artículo fue publicada en Revista La Otra

jueves, 28 de abril de 2011

LAS GUERRAS DEL CINE




Editado por Bafici en 2001 y agotado,  la distribución en la argentina de Las guerras del cine (reimpresa en Chile por la editorial Upbar y el Festival de Valdivia) no hace más que saldar las deudas que teníamos desde aquella edición original con este clásico libro del destacado crítico Jonathan Rosenbaum.

Por Eduardo D. Benítez

Legendario crítico del Chicago Reader y responsable de la restauración de esa obra monumental de Orson Welles que es Sed de Mal; de los grandes críticos cinematográficos norteamericanos –léase James Agee o Pauline Kael- Jonathan Rosenbaum es tal vez quien más agudo se ha mostrado a la hora de desmantelar los mecanismos de “sentido común” que la Industria hollywoodense pretende establecer. ¿A que se refiere ese “sentido común”? A pensar al “público” como un todo homogéneo cuyo gusto estandarizado no se permite adentrarse en el vasto mundo del cine de arte, por ejemplo. Pero también el sentido común de una crítica cinematográfica cuyo juicio de gusto parece ser regulado por la dinámica del mercado audiovisual y no por las convicciones ideológicas de los propios cronistas.

 Si existe una noción clave que atraviesa el libro Las guerras del cine, es la de canon. Teniendo como punto de referencia explícita al libro de Harold Bloom acerca del canon occidental literario, Rosenbaum ensaya una visión a contracorriente de la industria donde el entramado entre producción, distribución, acto creativo e historia cinematográfica es puesto patas para arriba y revisado con minuciosidad. Hay  un gesto que –en este sentido-  deja abiertamente expreso desde qué lugar de observador exquisito Rosenbaum analiza la historia del cine y, por ende, la de sus sujeciones económico-políticas. Haciendo un corte transversal, el crítico norteamericano narra los avatares de distribución de Les Vampires,  una serie cinematográfica dirigida por Louis Feulliade  en 1915 y editada de manera escandalosamente tardía en 1998. Esta obra -que perdió su público por más de ochenta años- es considerada por Rosenbaum como uno de los films seminales de los inicios del cine y que - afirma el autor- “por ser más moderna” y más importante “en su influencia sobre la realización cinematográfica en general”, debería desterrar a los filmes de D.W. Griffith El nacimiento de una nación e Intolerancia encumbrados por la propia industria como los primeros grandes largometrajes que supo brindar el cine.

 Jonathan Rosenbaum no sólo arroja luz acerca de la noción de autor como una construcción social más en la cadena de imaginarios sociales; si no que debate acerca del canon estético-narrativo con el cual fuimos educados como espectadores “occidentales” inmersos en cierto confortable gusto por la repetición. Para desnaturalizar esa cristalizada forma espectatorial, describe con exhaustivos ejemplos sus interminables recorridos por festivales internacionales: lugar de las más ricas sorpresas que puede proveer el medio cinematográfico y donde es posible desmitificar fácilmente  la vetusta idea de “la muerte del cine”. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

martes, 19 de abril de 2011

NOTAS AL PIE DE UN CRONISTA DE GUERRA



Publicada por la editorial Mondadori, la novela gráfica Notas al pie de Gaza del periodista y dibujante Joe Sacco salva del olvido dos terribles crímenes perpetrados por el Ejército Israelí en 1956. A propósito de la distribución local del libro, recorremos la obra de este artista solitario conmovido por el conflicto palestino-israelí.

Por Eduardo D. Benítez

Procesar el shock. 

En el mundo del cine cada vez se ensancha más la nómina de directores que ponen su ojo sobre el ejercicio de la memoria, el proceso de los traumas, el sinsentido de las masacres en torno al conflicto palestino –israelí.  Se destacan en este sentido tanto los documentales autobiográficos del israelí Avi Mograbi como el excelente film de animación Vals con Bashir que se alzó en 2008 con el Globo de Oro a la mejor película de habla no inglesa. Esta última narra la matanza de refugiados palestinos en territorio del Líbano en 1982 por parte de una tropa israelí. El personaje que relata los hechos -después de casi 30 años- ha participado de la ejecución como miembro del ejército israelí  y se presenta como un hombre inquieto por esclarecer ese tramo de su propia vida de la que no logra recordar nada. El episodio sólo retorna a su memoria en forma de sueño alucinatorio pero no consigue invocar los hechos “tal cual fueron”. Ante esta imposibilidad emprende una serie de entrevistas con sus compañeros de antaño para develar  y expurgar esa laguna biográfica que se le presenta como un trauma. 

 El universo de la historieta  no es ajeno a esas tesituras temáticas. En sintonía con esa exploración de la memoria  individual y colectiva, con la descripción de las heridas sociales que no son mediatizadas a nivel global,  el lenguaje de las viñetas encuentra a su máximo exponente en el cronista de guerra Joe Sacco.  Nacido en Malta en 1960 –hoy residente de Estados Unidos- , figura indispensable para entender el estado del comic contemporáneo, ganador del premio American Books Awards en 1996 por su libro Palestina, en la franja de Gaza;  Sacco es un trabajador infatigable. A la lo largo de su obra ha viajado a puntos neurálgicos del planeta donde la conflictividad bélica y política marca la dinámica de la vida cotidiana. Desde la guerra civil en la Bosnia Oriental, pasando por Chechenia hasta el conflicto armado en la franja de Gaza; Sacco no titubea a la hora de imbuirse en zonas minadas por el terror,  donde el estado pesadillezco es permanente,  para dar testimonio de aquellos “pequeños hechos” que no son difundidos en los medios masivos de comunicación. 

En el justo lugar de los hechos.

La idea que daría origen a su última obra Notas al pie de Gaza -que por estos días se distribuye en la Argentina -  fue concebida luego de un acto de censura. En el año 2001, contratados por la revista Harper´s, Sacco y Chris Hedges viajaron a la ciudad de Khan Younis para narrar cómo sus habitantes vivían la Segunda Intifada (levantamiento popular que combatió la ocupación de territorios palestinos por parte de los israelíes). El editor de ese medio decidió suprimir los párrafos de la crónica que pertenecían a un testimonio -inédito para el mundo entero- que los corresponsales habían conseguido donde se narraba que en noviembre de 1956 el ejército israelí había promovido un cruento ataque, asesinando a 275 civiles palestinos. De aquél acontecimiento sólo quedó registro en un breve archivo redactado por la ONU. Obsesionado por recoger el testimonio de los sobrevivientes de esa barbarie, Sacco volvió varias veces a la Franja de Gaza entre 2002 y 2003 y terminó dando con otra matanza silenciada, fechada en el año 56. En Rafah –otra ciudad perteneciente a los 40 kilómetros que componen la Franja- fueron asesinados otros 111 palestinos en manos de tropas israelíes. 

 En las más de 400 páginas que conforman Notas al pie de Gaza (2010), el autor consolida las marcas estético-narrativas de toda su obra: testimonios en primer plano, un dibujo recargado de detalles aunque no hiperrealista que recuerda a Robert Crumb, fondos en negro cuando se glosa el recuerdo de los testigos y varias temporalidades que se entrecruzan en una misma página e incluso en una misma viñeta. Este procedimiento ayuda a que se desplieguen al unísono el tiempo presente del errabundeo del autor recabando información y las remisiones al pasado concreto de los testimonios; algo similar a lo que sucede con el dispositivo narrativo que emplea Art Spiegelman en la historieta Maus, en clave biográfica-autobiográfica, evocando la tragedia del holocausto. El análisis que al respecto hace el ensayista Andreas Huyssen entra en consonancia con el trabajo realizado por Sacco: Su compleja estrategia narrativa articula un pasado que no puede pasar y permite al lector acercarse a esa ligazón traumática con el pasado sin caer en una parálisis mimética”.  

El mapa del conflicto es complejo y Sacco cuenta con ello. Es por eso que elige desplegar viñetas cargadas de argumentos y contraargumentos, más bien planteando preguntas antes que dando respuestas simplistas.  Los capítulos se suceden y las historias se multiplican. La matriz del libro –la masacre de 1956- parece fugársele al autor cuando el presente que describen los entrevistados lo obliga a repensar su objetivo y a darle voz a hechos más coyunturales. En el capítulo “La voluntad de Dios”, uno de los habitantes de Rafah deja en claro: “es difícil recordar 1956 debido a los sucesos diarios”. Algunas viñetas más adelante, señala hacia la fachada de su casa, marcada por un tiroteo reciente; “aquí cada día es 1956”. La puesta en escena del ejercicio de la memoria pivotea entre el magma de recuerdos de los entrevistados y su reconstrucción, en sintonía con un presente que se impone como el retorno de una estructura del terror que parece repetirse cíclicamente. De hecho, el llamado de atención hacia un pasado recurrente es una huella constante en su obra. Todos los libros de Joe Sacco contienen en su gesta una lucha contra el olvido universal, contra el “barrido de la Historia”, como él mismo lo llama. Si en 1996 decidió proporcionarles un lugar central tanto a la vida a los personajes bosnios (El mediador, 2001) como a la de los serbios (El final de la guerra, 2005) en su crónica sobre la guerra de los Balcanes, fue para darle existencia a acontecimientos trascendentales para la memoria de ambos pueblos que de otra manera hubieran naufragado en el olvido.  

 Estilos radicales.

Como en toda gran novela gráfica, las viñetas de Sacco abren a la vez dos vías de lectura que se convocan: por un lado la sofisticación y el detalle del dibujo interpelan nuestra dimensión más intuitiva y emocional; por el otro, los globos cargados de texto impelen al lector a que tome cierta distancia y acompañe al autor – representado gráficamente – por un carril más racional y autorreflexivo. Sacco no dibuja los hechos que le son relatados por puro oficio ni por ser la herramienta representacional que tiene a mano; hay detrás de su labor de ilustrador un fundamento ideológico. Si bien toma algunos registros fotográficos durante su trabajo de campo - para bocetar sobre todo algunos detalles de los rostros - prefiere reconstruir el resto de los relatos por medio de dibujos. Al no tener la exigencia del cronista que entrega su escrito contrarreloj, el periodista se toma largos meses para plasmar en papel el material del que hace acopio y de esta manera puede ofrecer una visión más matizada del universo conflictivo en contraposición al informe televisivo que se evapora debido a su condición instantánea y efímera.

 Dice Edward Said en el prólogo de Palestina,  la novela gráfica más premiada de Sacco,:“dado que vivimos en un mundo saturado por los medios de comunicación en el cual una gran parte de las imágenes de noticias mundiales está controlada y difundida por un puñado de personas sentadas en lugares como Londres o Nueva York;  un torrente de imágenes y palabras en forma de comics, ejecutadas de forma enérgica, a veces con énfasis grotesco y distendido para estar a la altura de lo descrito, suministran un antídoto muy notorio.” (…) “Con la excepción de un par de novelistas y poetas, nadie ha descrito jamás este terrible estado de cosas mejor que Joe Sacco. No hay duda de que sus imágenes son más gráficas que cualquier cosa que uno pueda leer o ver por la televisión.” Se trata entonces de focalizar sobre aquellas historias “marginales” de los avatares geopolíticos, proponiendo un modo de representación y una mirada alternativa. Mientras los medios masivos de información se ven obligados a retratar el mundo al punto de reducir los conflictos con síntesis irrisorias, cobra especial relevancia el trabajo de un cronista como Joe Sacco, cuya labor se acerca más al artesanado o al del artista vagabundo y romántico que “levanta” testimonios del mundo de primera mano a punta de lápiz y grabador.

 Artículo publicado originalmente en Revista 2010

lunes, 4 de abril de 2011

LAZOS DE SANGRE Y EL DRAMA SUREÑO




Lazos de sangre es una crónica tensa y realista que desgaja el Missouri profundo de manera inédita. El cine americano jamás retrató con tal veracidad el clima sórdido de sus estados del sur. A propósito de su estreno, en esta nota se recorren algunas aproximaciones tímidas que Hollywood viene esbozando para hablar de esa cruda realidad sureña, de esas tierras olvidadas.


Por Eduardo D. Benítez

Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.” La cita es de la excelente novela Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy, y grafica el corajudo temperamento de la heroína delineada por Debra Granik en Lazos de sangre. De hecho, ese vigor descripto por McCarthy guarda relación con la frase que la joven Ree le espeta al cobrador de finanzas que anuncia que perderá su casa y quedará en la calle con sus dos hermanos y su madre autista, si el cuerpo de su padre (Jossep Dolly) no aparece. “Lo voy a encontrar. Soy una Dolly hasta los tuétanos.” dirá Ree y afirmará su incólume posición de hacer el periplo angustioso para dar con su padre. Ante la amenaza de perder la propiedad familiar, hallar el cuerpo desaparecido del padre se le impone al personaje como una necesidad vital, tanto simbólica como material, dado que tendrá que demostrar con su cuerpo que él no se ha dado a la fuga. La acción transcurre en un pueblo inhóspito del estado de Missouri, donde el personaje interpretado por la estrella inesperada Jennifer Lawrence teje y desteje negociaciones con los personajes más siniestros de la zona, dialoga con vecinos y familiares para encontrar pistas que develen qué ocurrió con su padre. Y en ese camino -en el que algunos dan pistas, otros deciden no ayudar por temor, otros por algún rédito económico- Ree nos va abriendo una ventana hacia el olvidado mundo del sur de los Estados Unidos. A veces con un tono escalofriante, pero más por la simple crudeza que impone la descripción de la realidad local que por un regodeo espectacularizado de la violencia. 

 El drama sureño puro y duro retratado en su justa austeridad. Muchas veces, la figuración de ese drama sureño tan caro a la sociedad norteamericana y a la cinefilia de todo el globo se selló en Hollywood como un pacto. Un pacto de sangre que enlaza a los filmes del género con una factoría audiovisual obstinada en la descripción de la conflictividad humana y social a través de resúmenes de psiquiatría o de mística religiosa.


 En los últimos días este cronista vio el último trabajo de Michael Winterbottom, The killer inside me (2010). En ese largometraje, Casey Affleck interpreta al ayudante de un sheriff de un pequeño poblado de Texas que tras un trauma psicológico de la infancia inicia un raid de asesinatos convirtiendo “el inhóspito sur” en una zona de cacería. Winterbottom cree expandir el cine noir con un touche provocador y filma una de las escenas más miserables de la historia del cine, cuando decide explicitar en primeros planos sostenidos, la manera en que el psicópata protagonista desfigura a golpes a la prostituta encarnada por Jessica Alba. Bajo la visión de Winterbottom, los desenlaces sádicos y extremadamente cruentos aparecen como la simple transfiguración de un hombrecito con cara angelical “poseído” por el Mal. Así de difícil parece presentársele a Hollywood el trabajo de procesar los traumas enraizados en su profundo sur (el atentado a la diputada Giffords en Arizona todavía no fue reconocido como un hecho de violencia política, sino que es leído como la catastrófica irresponsabilidad de un joven autista devenido psycho killer). 

Shotgun Stories (2007), la estimable película dirigida por Jeff Nichols, esboza una aproximación a medias sobre estos temas. En el estado de Arkansas, con los campos de algodón como telón de fondo, tras la muerte de un hombre de pasado alcohólico y golpeador se agudizan las asperezas entre dos núcleos de hermanastros. Unos han sido abandonados por el recién fallecido cuando niños; el otro grupo de hijos pertenecía a la familia “oficial” que  formara el hombre al ser “recuperado” tras abrazar el cristianismo. La acción termina concentrándose casi exclusivamente en un pivoteo de odios y venganzas entre los hermanos de las dos partes de la familia; sin embargo el film no escatima en comentarios al pie sobre las escasas oportunidades laborales, con identificar el odio y la marginalidad con problemas que se enraízan en lo social, con la posibilidad de describir al otro (el grupo de hermanastros que tiene en la vereda de enfrente se le presenta como la otredad última) como un blanco, ya no a exterminar sino a dispensar. En esta resolución política de la trama (vehiculizar un diálogo para evitar más derramamiento de sangre) radica el desenlace relativamente amable del film, a pesar de que se trata de una obra austera y ríspida. 

 Lo cierto es que según la mirada de The killer inside me y en buena medida la de Shotgun Stories, eso que difusamente se define como drama sureño se sigue interpretando ya sea: con la simbología del cowboy cavernícola, como la venganza personal de un tipo rudo, como el enfrentamiento violento entre muchachones orgullosos o como la escalada delictiva y privada de un psicópata. Nunca es observado como ahora a partir de Lazos de Sangre, a través de un complejo tejido de relaciones familiares que esconde turbias realidades políticas y económicas regionales. Nada de explicaciones psicologistas, el film de Debra Granik resulta de un pragmatismo radical en su elaboración de la tragedia familiar, de los intrincados lazos sociales en un sur tan variopinto como es el de Estados Unidos, que cobija en su seno Cinturones Bíblicos, comunidades que funcionan al ritmo de las “cocinas” de crack, mormones o amish que -asumiendo su impostergable derecho a armarse- se horrorizan ante la sed de sangre de su sociedad sólo a nivel discursivo. 

 Una película, tal vez precursora, ya exploraba acerca de la realidad sureña de Estados Unidos con sustancia reflexiva inédita: la multipremiada Sin lugar para los débiles (2007) de los hermanos Coen. En este largometraje basado en la novela homónima de Cormac McCarthy se condensan varios tópicos del llamado gótico sureño. Con un estilo que no recurre a ningún sentimentalismo, el film comentaba por lo menos tres líneas importantes de esos lares: la epopeya crepuscular de un sheriff desplazado por los códigos de vida contemporánea, la violencia naturalizada personificada en el asesino a sueldo interpretado por Javier Bardem, el sinsabor de la vida rural texana. El abanico condensaba una buena pintura de la árida cultura sureña americana. Remakes del lejano oeste, neowesterns, films noir de época situados geográficamente en estados como Arkansas, Missouri o Texas van ampliando la brecha filmográfica que aborda cuestiones de una zona nada amable de los vecinos del norte del continente. 

 Profundizando ese carril temático, si hay algo destacable en Lazos de sangre -en su representación del drama social sureño- es que propone una visión más bien realista, matizando un poco el sintetizado mosaico de abordajes que puede verse en la cartelera. En su anclaje casi documental, reeditando marcas de cuña neorrealista, Debra Granik usa su cámara como un escalpelo para diseccionar las condiciones de vida de un pueblo a través de una adolescente (la sangre familiar se renueva) que enfrenta las desventuras, asumiendo cierta responsabilidad política (cierta madurez que no le corresponde a su edad) con la mayor valentía. De allí que su personaje -a pesar de la inminente tragedia- pueda esbozar el deseo de un destino más benévolo, incluso si el tan mentado sueño americano queda patas para arriba.


 Artículo publicado originalmente en Revista de Cine Godard!

viernes, 1 de abril de 2011

PLACEBO DE JOSÉ MARÍA BRINDISI



Hay que tener una respiración bien entrenada para no perder el aliento leyendo Placebo, el último libro de José María Brindisi. Porque la novela entera es un flujo constante de oraciones subordinadas, un tejido de comas y puntos que avanza a pasos de gigante y no cede en su ritmo avasallante hasta el final.  Y esa prosa que no descansa nunca, que posee la cualidad de un frenesí imparable guarda una íntima correspondencia con la lógica de una psiquis en estado de ebullición como la de Becerra, el héroe de esta nouvelle de 99 páginas. 

 Empresario, burgués atravesado por el asomo de la edad “madura”, el lector irá acompañando al protagonista en su visión algo descarnada del propio mundo que lo rodea: la memoria de un agónico amigo,  el sinsabor de la compañía de una esposa que ya no soporta, los encuentros dietarios con su amante. El entorno que enmarca el relato es una casa de fin de semana en un Isla del Tigre, lugar que no se duda en identificar como un espacio de oxigenación. Sin embargo, el misántropo Becerra irá percibiendo progresivamente su diáspora estival como un pequeño infierno privado. Porque se trata de imponer cierto paralelismo (¿o contraposición?) de acciones en la dinámica narrativa: el pivoteo de Becerra entre la neurosis urbana de Buenos Aires y  la distención de la casa insular; la sensatez en la praxis del personaje y el desquicio que corre por vía subterránea; pura escritura desbordada y relato que sugiere intrigas, la memorabilia melancólica desafiando a un “aquí y ahora” que augura desenlaces trágicos. Si es posible el oxímoron: una novela placenteramente asfixiante.

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.