martes, 10 de diciembre de 2013

LA SOCIEDAD JULIETTE de SASHA GREY



El inminente aterrizaje de la ex actriz porno y escritora Sasha Grey en las bateas de las librerías locales -acompañada por una enorme campaña promocional- puede explicarse como claro oportunismo publicitario y de marketing.  El auge de cierta literatura erótica para señores/as y señoritas/os advenedizos que impulsara la trilogía de la británica E.L. James (Cincuenta sombras de Grey) allanó el camino para la aparición de novelas como La sociedad Juliette. De todos modos, el prejuicio según el cual Sasha Grey (a partir de un virtuosismo narrativo basado en un currículum nutrido por el triple X) estaría más capacitada para delinear escenas “picantonas” al arratonado lector, que E.L. James, una simple señora de su casa dotada sólo de un mínimo resto de osadía para “imaginar” detalles de la experiencia sexual; se desmorona fácilmente. 

Si en la trilogía de las Cincuenta sombras…hay una mínima pretensión por sugerir y no subrayar ramplonamente las acciones gestionando un inapreciable deseo de leer más; en La sociedad Juliette la traslación directa de un excesivo subrayado y un tono cuasi quirúrgico, operan en la descripción de cada escena de sexo como regla inamovible. La historia es simple y esquemática. Catherine, una estudiante de cine sumida en una rutina abúlica y desencantada que comparte  con un novio demasiado ensimismado en el trabajo, decide iniciarse (apadrinada por su amiga Ana) en el descubrimiento de un sociedad secreta con prácticas bastante peculiares. Esa especie de organización masónica conformada por un grupo de elite (funcionarios públicos, grandes empresarios, miembros de la Iglesia) se reúne por un interés común en la exploración del sexo grupal, en la concreción de las fantasías más sombrías, que pueden incluir vejaciones de variadas modalidades. Maravillada por ese nuevo mundo, Catherine hará un recorrido de autoconocimiento signado por el fetichismo y el hardcore. Sin embargo, todo este argumento anclado en los engranajes del poder referidos a las relaciones sexuales, comienza a licuarse cuando aparece una subtrama que nos arrebata del registro porno y nos inserta en una novela pseudo policial. Como si -de manera muy conservadora- se renegara de la consumación del libro a partir del género erótico, para dar paso a una más “respetable” fabulación de intriga o espionaje. El punto de vista a partir del cual ese club secreto con libido de alto rango, empieza a tejerse según la perspectiva de un thriller conspirativo (remedo rudimentario de Ojos bien cerrados de Stanley Kubrick)  está inserto en la totalidad de la historia de manera caprichosa, con evidente efectismo.  

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine

viernes, 29 de noviembre de 2013

LOS CONEJOS EN ESCENA


Por Eduardo D. Benítez
En el comienzo fue  un muñecote afelpado y blanco, llevaba al cuerpo un chalequito ceñido que dejaba de relieve una panza abultada. Esplendor del cine mudo que se relamía en la trasposición de los clásicos de la literatura, el Conejo Blanco de la versión de Alice in Wonderland (1903) de Cecil Hepworth y Percy Stow señala el inicio de la domesticación del mamífero como motor de aventuras.  Se trata, todavía, de un personaje más opaco, con intenciones no del todo claras. De la mano de este Conejo Blanco se puede estar muy cerca del peligro.

La animación, en plena edad de oro de Hollywood, haría del conejo una figura más cercana, más transparente y rebosante de algarabía: los pifies de Bugs Bunny lo ubican siempre en una situación de riesgo pero inalterablemente sale ileso, según las claves de la mejor slapstick comedy. Más tarde, Roger Rabbit (1988) nos cancherea. Nos da lecciones de galantería, nos instruye -autoconsciente- sobre los entretelones oscuros de la industria, los mecanismos del genero policíal; y, de paso, nos enseña a cómo conquistar a la chica más deseada de los estudios. Estos conejos hablan, esbozan emociones similares a las de un personaje de carne y hueso. Humanizado, en sintonía con el hombre este tipo de figuración del conejo es más pasible de ser asimilado. Increíblemente civilizado y desprovisto de su animalidad, el modelo Roger Rabbit paga los impuestos, es un contribuyente más.
Sin embargo, mientras  todavía conserven los rasgos de cierta animalidad los conejos destilarán cierta extrañeza, cierta perversión no asimilable socialmente. El cine de clase B comenzaría a sospechar de la supuesta candidez y la mansedumbre de este animal.  Night of the Lepus (1972) de William Claxton presenta una historia de conejos mutantes, que se vuelven inmensos y amenazan con diezmar a la población. El animalito apacible ahora se mueve en grandes grupos y muestra su reverso homicida. Mujer Conejo está más cerca de esta mirada, que representa a los conejos como plaga asesina o como manada animal que la humanidad manipula para un fin ulterior de ribetes espurios. Allí, los conejos son bichos irreconocibles, expulsados de sí, hasta el punto de comerse a sí mismos. Algunas películas radicalizan esa extrañeza en forma de un onirismo a veces temerario. 
Donnie Darko (2001) de Richard Kelly asocia y emplaza directamente la voz del “Mal”, que predice el fin del mundo al protagonista, en la forma de un conejo demoníaco, esquelético, inmerso en su negritud. En la serie televisiva de David Lynch, Rabbits (2002) las cosas se extenúan.   Allí unos seres extraños -mitad humanos, mitad conejo- filmados en un plano estático, hablan un insólito idioma y unas risas descentradas de fondo aturden la escena. El clima es oscuro, denso, demasiado adverso a la lógica causal de los clásicos conejillos bienaventurados. El último grito en la figuración de los conejos en el cine, es un aullido siniestro. 

Texto publicado originalmente en Revista Haciendo Cine.

martes, 5 de noviembre de 2013

ROJO FLOYD DE MICHELE MARI


Por Eduardo D. Benítez

Basta con leer sólo las primeras páginas para que Rojo Floyd revele su esencia mutante, su carácter inaprensible y lúdico. En este volumen, el novelista italiano Michele Mari enhebra varios libros en uno: un documento titánico y ecléctico sobre una banda de rock, una vidriera de personajes sorprendentes, un relato filosófico a varias voces que se pregunta sobre la gestación de las leyendas populares, un puzzle hilarante donde ficción y realidad se entrelazan para producir conocimiento. Porque ya se trate de herramientas puramente imaginarias o de recurrir a testimonios provenientes de la “realidad”, el lector puede estar seguro que acercándose a esta novela, el Universo Pink Floyd se complejiza y expande. La estructura narrativa del libro es al menos curiosa, cuando no intrépida. Múltiples voces en primera persona se superponen para dar testimonio sobre la figura del emblemático integrante de Pink Floyd Syd Barret (la ausencia más omnipresente de la novela), quien tras una ingesta de LSD “enloqueció” y dejó al grupo en 1966.  Allí, David Bowie, Stanley Kubric, Michelangelo Antonioni, Alan Parsons, y los propios músicos de la banda aportan anécdotas y se preguntan sobre el misterioso decurso del miembro fundador de los creadores de The Dark Side of the Moon. Es importante aclarar que no hace falta ser un melómano empapado en los entretelones de la banda inglesa para disfrutar plenamente de Rojo Floyd, la novela no se agota en la simple interpelación a fans y entusiastas. Cualquier lector estará encantado de perderse entre las tramas e intrigas de esta pluralidad de ritmos y voces fabuladas por la sutil prosa de Mari.

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine. 

lunes, 28 de octubre de 2013

MANUAL DE SUPERVIVENCIA



Por Eduardo D. Benítez

“Mi afinidad con Hölderlin –evidentemente, el mayor poeta en mi idioma- proviene de que llegó a los limites exteriores de la lengua alemana. Exploró los limites exteriores de lo que puede hacer mi lengua, se acercó a ese peligro”, dice Werner Herzog y establece las marcas de una filiación intempestiva. La declaración -recogida en el libro-entrevista Manual de supervivencia realizado por Emmanuel Burdeau y Hervé Aubron en 2008, traducido y publicado este mes por El Cuenco de Plata en la Argentina- define sucinta pero lucidamente al realizador germano; solo haría falta cambiar “lengua” por “naturaleza humana”. Porque Herzog, como deja en claro en estas páginas, está menos interesado en explorar el lenguaje cinematográfico, que en profundizar y expandir los límites del corazón humano, en hacer del cine un accesorio útil para librar una verdadera batalla del espíritu frente a la naturaleza.

Las reflexiones sobre los procedimientos estéticos de su cine pasan, en general, a ocupar un segundo plano: “me burlo del estilo. La sustancia de mis films está en otra parte”. También dirá: “no me considero un artista (…) El cine es un oficio, en la medida en que gano dinero.” Al director le interesa poner de relieve su capacidad intuitiva para “leer el corazón humano”, sobre todo si existe la posibilidad de coquetear con el costo más alto: la muerte. El registro cinematográfico parece ser algo que se da por añadidura en esos viajes experienciales que conllevan el  riesgo de vida. Como si Herzog nos sugiriera que los rodajes son formas de absorción cognoscitiva, una manera límite de filmar la presencia en este mundo. Para decirlo en el idioma concreto del cineasta bávaro: “¿qué significa estar preso? ¿Qué es tener hambre? ¿Qué es criar hijos? ¿Qué es la soledad en el desierto? ¿Qué significa estar enfrentando a un verdadero peligro? (…) ¿Han hecho largas caminatas? De experiencias así provienen mis capacidades como cineasta.” Resulta necesario dejar en claro que no hay en el libro un decálogo prescriptivo sobre el quehacer cinematográfico, ni las derivas de una conversación impregnada por la cita culturosa o el regodeo cinéfilo. Nada de repasos detallados sobre la estética o la historia del cine, ni de recorridos cronológicos por la filmografía del director de Fitzcarraldo.  Aunque similar en su registro dialogal, en cierto sentido Manual de supervivencia difiere mucho de la descripción obsesiva que se propuso Truffaut en ese libro-entrevista célebre que es El cine según Hitchcock. Las referencias artísticas son más que nada hacia esos escritores viajeros que Herzog admira: Kapuściński, Joseph Conrad, Bruce Chatwin. Pero sobre todo, son los héroes desangelados que retrata en sus documentales los grandes homenajeados del libro: Timothy Treadwell (Grizzly man), Klaus Kinski (Enemigos Íntimos), Juliane Koepcke (Wings of Hope). Muchas de las anécdotas que aquí se esbozan, en las que las empresas humanas se obstinan por develar un lado misterioso que el azar de la naturaleza pareciera esconder, presentan al propio Herzog como uno de esos personajes fascinantes que él mismo retrata. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine. 

jueves, 22 de agosto de 2013

ENTREVISTA A BORJA BLAZQUEZ

Por Eduardo D. Benítez

Conforme transitamos las escaleras que nos conducen al departamento ubicado en la calle Bolívar donde vive Borja Blázquez, se deja escuchar -como para confirmar que ya han pasado esas largas semanas nutridas de lluvia que vivimos los porteños durante el invierno- un inspirado Sun is shining, the weather is sweet en la voz de Bob Marley. Ese estribillo también nos anticipa -al fotógrafo y al cronista de esta nota- la calidez y hospitalidad con que nos espera este cocinero que ilumina la pantalla por las avenidas catódicas del canal El Gourmet semana a semana.  Consolidan ese clima distendido, además,  la amplia sonrisa de los tres allí presentes, el reflejo colorido de una pecera inmensa que engalana el comedor, y  la conversación que se desarrollará durante dos horas con la sinuosidad y la frescura del roots reggae y el rock steady.  Nacido en el País Vasco, más específicamente en San Sebastián, hace catorce años que Borja vive en argentina instalado en San Telmo. Después de haber vivido en Marruecos, el sur de Francia, en Cataluña (done trabajó en el famoso restaurante El Bulli que capitaneaba Ferrán Adriá) decidió que era tiempo de bajar hacia estas pampas, haciendo un alto para experimentar los sabores de parte del territorio latinoamericano: “la primera vez que crucé el continente fui a Brasil, a una playita que se llama Guarda do Embau. Allí me encontré con unos amigos argentinos con los que manejamos un restaurante toda una temporada en Praia do rosa. Cuando luego llegué a Argentina me pareció que era un mercado fértil y quise apostar. En diciembre de 1997 me vine con todos mis ahorros y la empecé a pelear”, nos dice este cocinero exquisito que, cual enfant terrible, a los dieciséis años dejó la escuela y se puso a estudiar gastronomía a contracorriente del mandato familiar.
-¿Cómo llegaste a querer dedicarte a la gastronomía?
“Soy de una ciudad en el norte de España donde la cocina es algo que se respira. Todos están abocados a  la gastronomía de una u otra manera.  Por otro lado en mi casa siempre se ha disfrutado de la buena cocina en general. Además siempre me ha atraído conocer sobre los productos, conocer sobre los alimentos.”
-¿Que te sedujo de la comida argentina?
Me impactó mucho la parrilla, la provoleta. Todo lo que es la carne argentina me gusta…el cordero, sin lugar a dudas.  Hay algo que no me pierdo nunca que tengo la posibilidad: los chinchulines!
-¿El cocinero gourmet suele pedir comida delivery o es un sacrilegio?
A mí no me gusta pedir comida, excepto una época en la que he pedido sushi. Soy consumidor esporádico, pero sí suelo pedir comida árabe en Habibi, porque en verdad está muy rico y cada vez está más rico! Hace mucho que no voy a su salón a comer, pero cada año está más sabroso. Lo que por supuesto pido es helado.
-¿Cuando viniste a vivir a Buenos Aires, elegiste San Telmo específicamente o caíste de forma azarosa aquí?
En principio vine para estar cerca de un trabajo que tuve en Puerto Madero cuando armé un restaurante que se llama I Fresh Market.
-¿Cómo vivís la cotidianeidad en San Telmo?
Me gusta mucho la naturalidad del barrio. Compartir conversaciones con el verdulero, el carnicero, charlar con la gente de la parrillita que está en Carlos Calvo y Bolívar. Esa cosa de regocijo que tienen los vínculos en un barrio como este. Necesito de ese tipo de vínculos en mi día a día.
-¿Cómo polo gastronómico como lo ves a San Telmo?
Está cada vez mejor. Hay muchos lugares donde puedes comer muy rico y eso es muy importante para un barrio como San Telmo. Pero vas a Café San Juan, por ejemplo y te das cuenta que está siendo más que nada disfrutado por turistas. Para todo europeo que se viene a vivir a Buenos Aires, está increíble, pero tal vez no ha explotado en el público local. Todavía tiene más para dar como polo gastronómico, creo.  
-¿Creés que hay un boom turístico que amenaza la identidad del barrio?
No, no creo. El barrio pelea mucho contra eso. Se ven propuestas multinacionales que parecen quitarle identidad, pero el típico bar de hace setenta años sigue manteniendo su público.  Se ha tratado de cosmopolitizarlo más pero no ha funcionado. Hay una defensa de lo genuino, los vecinos saben que está bueno que se proteja el patrimonio histórico.
-En la argentina tenemos la noción de que no se consume tanto pescado… ¿cómo fue para vos que trabajás principalmente con pescado esa condición cultural?
En realidad, el público consumidor de restaurantes - personas de entre 30 y 75- se caracteriza, al menos, por dos cosas: toman vino y comen mucho pescado. Tal vez la ausencia de pescado se ve más en la cocina hogareña. Hay otro problema también, que es el hecho de que aquí hay muy buenos productos pero que no se quedan en el mercado interno.
-¿Donde comprás habitualmente los productos?
En el mercado compro casi todo: carne, verduras. El pescado lo compro frente a mi casa. Allí me atienden muy bien. Eso es seguro.

La charla, afortunadamente, toma caminos inesperados, se ramifica. Uno de los momentos más hilarantes y como para destacar, está relacionado con los vericuetos lingüísticos que en cada rincón del mundo ayudan a darle un plus poético  a la combinatoria popular de diversas bebidas: “en España tomamos tinto con coca, lo llamamos calimocho”. “Ese nombre me hace acordar a la receta tucumana que combina vino con Fanta. Cachirula le decimos” dice el compañero de quien suscribe, encargado de testimoniar fotográficamente el momento. Borja replica: “ah, a eso le ponemos otro nombre en España: pitilingorri. Que quiere decir pito rojo”. Luego, un momento de introspección invade la escena y comienzan a circular descripciones técnicas sobre la esencia de los productos. Por momentos uno lo escucha a Borja con cierto arrobamiento, como asistiendo a las palabras de un orador que devela sus productos de alquimia. Se habla de “grasa intersticial”, “estructura bacteriana”.
-¿Te interesa estudiar las propiedades de cada producto?
Claro! Estudio la ciencia de la cocina, relacionada con la mística, la critica, la física, la química. Comparto materiales de estudio con físicos nucleares, bioquímicos, biólogos. Llevo adelante charlas con el decano de la carrera de física de la Universidad de Entre Ríos. Hemos diseñado junto a Diego Golombek unas clases que titulamos Ciencia al Horno que impartimos en Tecnópolis.
-¿Cómo conjugás la cocina con la física y la química?
La ciencia y la cocina son cosas iguales. La cocina es una sucesión de procesos químicos y físicos. Y para un físico o un químico, el cocinero cada día hace ciencia aplicada.

El encuentro va llegando a su fin. Nos damos cuenta porque Borja, tras trabajar en su pequeña cocina (en casa de herrero…) comienza a emplatar el cordero con espárragos que ha estado preparando especialmente  para estos dos agraciados colaboradores de Revista Telma, durante todo lo que duró la tertulia. “Tenemos productos de temporada, espárragos de esta tierra que acaban de llegar al mercado, cordero de esta tierra, un Malbec que no es de argentina  pero que, se sabe, aquí es el mejor lugar del mundo donde quedó este varietal. Estamos de lujo.” Y el diálogo sigue fluyendo porque además de ser un gran cocinero, Blázquez es un deportista extremo.  Con su velero de siete metros y medio (“tiene una cabina, cocinita, un baño y cama como para tres personas”) ha corrido regatas en solitario desde zarate a san Isidro, y también hasta Uruguay. Este dato suplementario de su biografía, lo confirma a Borja como un hombre de espíritu osado, atrevido, epopéyico, siempre abierto a vivir experiencias intensas. “Ya no hay aventuras en este mundo. Quedaron relegadas a los cuentos de niños. Aventuras! ¿Te acuerdas?”, exhorta mirando a los ojos, buscando la aprobación para abrir la brecha de un pasado idílico que se percibe perdido, y continúa con un tono apasionado “piratas, viajes, barcos, explorar, conocer personas, ver cosas que no habías visto nunca. Un barco te da de esas aventuras. Aventuras donde tu vida puede estar en riesgo. Te metes cien metros adentro del río y ya no oyes nada de la ciudad” 

Entrevista publicada originalmente en Revista Telma 

jueves, 1 de agosto de 2013

EL ÍCONO RECARGADO




Catálogo de estampas biográficas sobre Bob Marley. Retrato de un alma rebelde explicada a los niños. 

Por Eduardo D. Benítez 

Bob Marley recargado. Abundante material fotográfico, en súper 8, archivos de shows, entrevistas a familiares y amigos, testimonios en off del ídolo musical a lo largo de dos horas y veinte minutos, hacen del documental de Kevin Macdonald un obsesivo peritaje informativo, una elefantiásica acumulación de hechos. Es un recorrido de asfixia periodística, de datos biográficos minuciosos que, en muchos casos, simplemente evidencian una obstinación neurótica por el detalle inconducente,  similar al decurso extenuante que dedicara Martin Scorsese en el retrato de la vida y la obra de George Harrison y Bob Dylan. Marley  es un documental de corte clásico que organiza su relato alrededor de un montaje omnipresente y encuentra sus líneas argumentales en los declaraciones a cámara de los entrevistados: Rita Marley, Bunny Wailer, Ziggy Marley, Lee Perry son algunas de las personalidades que le dan carnadura al mito a través de sus palabras. Kevin Macdonald (director curtido en el arte documental pero también en el mundo de la ficción: El último Rey de Escocia) contó con la autorización de la familia Marley para realizar el primer material filmográfico “definitivo” sobre este gran músico -difusor del reggae en todo el mundo. Y el precio de ese aval parece haber sido el abordaje cuidado y algo conservador del personaje en cuestión. Aquí se describe al creador de ‘I Shot The Sheriff’ y ‘No Woman No Cry’, entre otros hitazos, en sus distintas dimensiones (creador musical, guía espiritual, amante apasionado, héroe contestatario y pacificador, promotor político) pero nunca se logra salir de la figuración icónica de ese Bob Marley que adorna afiches, posters y remeras. No hay en el film un sólo matiz que logre problematizar ningún aspecto de la vida de Marley. Las vidas de los santos populares se cuentan con las tensiones narrativas del martirologio. Cada testimonio suma una capa más de lugares comunes y una voluntad cándida por enaltecer al músico al nivel de un ídolo pop, de ligera asimilación, destinado a colmar las vidrieras de un merchandising store. Y si por momentos, algunos trazos del film logran arrobarnos (como aquel tramo en el que vemos a Marley bregando por la reconciliación de dos facciones políticas que se disputan el poder en Jamaica sin mucha destreza política pero con resultados efectivos, o se esboza cierto cuestionamiento por dar un show contratado por un dictador Africano), en cuestión de pocos planos se retoma el hilo convencional del film cuyo propósito es consolidar su estatuto de leyenda.


Por lo demás, el pintoresquismo abunda. Desde la descripción epopéyica del chico nacido en el campo que labraba la tierra que logró conquistar el mundo con sus rezos a Jah, pasando por la descripción del nacimiento del género reggae que se explica a partir de una conversación de bar entre Peter Tosh y el propio Marley, hasta darnos de lleno con las imágenes que muestran su amor por el fútbol hacen del documental Marley una sobredosis de información sobre el artista. Tal vez demasiado abrumador, más de lo que podemos asimilar. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine 

miércoles, 31 de julio de 2013

CON SUMO PLACER




 Por Eduardo D. Benítez
Un colectivo de freaks que colecciona VHS sobre zombies y vampiros, una generación de jóvenes franceses enamorados del cine americano de los ’50, una horda de exégetas de la descarga gratuita de films de culto en la web. Así de plural y complejo es el entramado de relaciones que denominamos cinefilia, un conjunto de prácticas sociales asociadas a la experimentación de un placer cinematográfico que excede el reducido espectro del saber erudito, del nicho académico.  Abordar la evolución y los procesos históricos de este objeto particular es la ardua tarea que emprenden Laurent Jullier y Jean-Marc Leveratto en el libro Cinéfilos y Cinefilias publicado por La Marca Editora. Tal vez el rasgo más importante de este ensayo  -construido con rigor sociológico a base de estadísticas, documentación histórica y un corpus de referenciacion bibliográfica de lo más actualizada- es considerar la existencia de múltiples cinefilias posibles: “Hoy hay más cine que antes, lo que justifica el plural utilizado en el título de la obra. Más cine significa más cinéfilos y más cinefilias, ya que la comunicación por internet favorece la elaboración a distancia, por aficionados aislados, de un discurso colectivo sobre las películas que admiran". De hecho, el universo de la cinefilia también muta históricamente al ritmo de la diversificación de los soportes y medios de difusión. Es en esta instancia que el objeto de análisis del libro revela su carácter inasible, heterogéneo, como bien se confiesa en la introducción: “Esta cinefilia plural no se deja agarrar fácilmente. Cada espectador puede combinar consumiciones muy diferentes y participar, sin unirse, en los numerosos dispositivos de intercambio –asociaciones, festivales, foros de internet- que generan, aquí y allá, la preocupación por el cine, el placer por un género o la admiración por un autor”. Conviene revisar un detalle de Cinefilos y Cinefilias: el libro se apoya, casi en su totalidad, en ejemplos y datos recabados en Francia. Sin embargo, el hecho de que este estudio sea tan localizado no impide que su pericia sirva como ejemplo universal sobre el consumo cinematográfico. En un mundo contemporáneo forjado en el contexto de la globalización, la cinefilia también atraviesa las barreras de las naciones. No se trata de una batalla romantizada sobre la cinefilia, sino un estudio exhaustivo sobre la cultura cinematográfica en una perspectiva sociohistórica. Cinéfilos y cinefilias es, si se quiere, el trabajo más serio sobre el tema publicado en la Argentina; un volumen único que enriquece como nunca nuestra visión del placer cinematográfico, nuestro encantamiento con el mundo de la imagen en movimiento.
 Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.

lunes, 3 de junio de 2013

MI HERZOG PREFERIDO.


Por Eduardo D. Benítez

Hay un puñado de películas de Werner Herzog que trato de rever con periodicidad. Las miro -no sin cierta perplejidad- para constatar que sí, que el director de Fitzcarraldo (1982) nació en el siglo equivocado. Porque hay cierto anacronismo en su modo de encarar el hecho cinematográfico, como si fuera un novelista de aventuras imposibles, como si Jonathan Swift o Herman Melville se hubieran salteado un par de centurias  para -con la tecnología disponible- filmar montañas, volcanes, tribus desconocidas o tomar panorámicas de algunas porciones inhóspitas del globo. Me gusta pensar a Herzog como un niño inquieto, un boy scout de alta intensidad, socarrón e irónico, cuya aventura fundante y movilizadora (la de viajar para conocer y la del proceso de filmación que siempre está al límite de tener el costo más alto: la vida) se traduce en: filmar para descubrir, hallar algún fragmento del mundo jamás develado en imágenes. Es el Herzog que se presenta como un personaje épico retratando a los buzos en la inmensidad subacuática de la Antártida en Encuentros en el fin del mundo (2007), el que se manda en globo aerostático en la selva de la Guayana cumpliendo el sueño de Julio Verne en The White Diamond (2004), el que encuentra un paraje interplanetario después de la batalla en Lessons of darkness (1992), el que viaja miles de años internándose en las cuevas de Chauvet en Cave of forgotten dreams (2010), el capitulo más nuevo de mi corpus personal. Allí, los poderes de la naturaleza son desafiados no como muchos dicen -emparentando a Herzog con el romanticismo alemán- para hallar una cierta pureza espiritual y mística por medio de esas imágenes inexploradas; si no para delinear al mundo como algo mucho más basal, cercano y omnipotente de lo que lo imaginábamos. 

Publicado originalmente en Revista Haciendo Cine

martes, 7 de mayo de 2013

MIS MODELOS DE CONDUCTA



Icono del cine trash de los años setenta, escandalizador nato y malentretenido, en los textos que componen Mis modelos de conducta (Caja Negra) John Waters presenta su panteón personal de musas e influencias malditas.

Eduardo D. Benítez

De bigote pronunciado, figura esbelta, ostentando su contracultural hidalguía, luciendo un cuidado desaliño en su vestimenta. Así se presenta al mundo la fisicidad de John Waters. Un brebaje de encantamiento iconoclasta parecido a la esencia entre basal y volátil, primitiva y de culto que nutre su corpus filmográfico. Y algo similar es lo que sucede con Mis modelos de conducta a partir de la densidad de su prosa: arrebatada, visceral, reflexiva y reconcentrada; su escritura combina puntuaciones abruptas, toscas y desprolijas en la linealidad sintáctica (y de las historias que allí se cuentan) con fugas, disrupciones narrativas que se montan a partir de una fraseología cautivante y sutil.
Artistas con algún rasgo de redimible irreverencia, heterodoxos diseñadores de moda, héroes díscolos de la ciudad de Baltimore, un pornógrafo filmmaker que retrata a los Marines americanos en viñetas onanistas, una asesina recuperada. Esa es la mezcolanza de personajes que desfilan por estas páginas y se presentan como modelos de conducta del director de Pink Flamingos. Un santuario de pequeños ídolos con los cuales Waters forja y mitologiza su camino de artista de la provocación, con que nos confiesa los ribetes intertextuales de su vestidura de cineasta trash. Y el encantamiento de la anécdota se disfruta casi al nivel de la oralidad, como si Waters fuera relatando sus pasajes en vivo, de manera asombrosamente cercana y directa. Desviándose muchas veces de los perfiles biográficos que abren cada capitulo con idas y vueltas en las avenidas del relato, tomando atajos tangencialmente, asociando libremente aventuras alocadas y haciendo pivotear la descripción de los personajes retratados con algún dato experiencial de su propia vida.

Antes que imaginar a Mis modelos de conducta como un opúsculo biográfico que nos ilumina el genio creativo de su autor o la crónica del proceso de su evolución artística; habría que buscar su anclaje como dietario de reflexión retrospectiva. No sería del todo ocioso vincularlo con la confesión escandalosa y la sinceridad a flor de piel de Yo necesito amor de Klaus Kinski. Modelados con un tono entre hilarante y sórdido, delirado y complaciente, el abanico de ídolos presentado por Waters estimula al más amodorrado lector.


Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine. 

viernes, 3 de mayo de 2013

EL TRANSEÚNTE INMÓVIL.




Nestor Tirri nos regala su personal itinerario a través de los paisajes de una filmografía plural. El transeúnte inmóvil: una bitácora interurbana que rebosa de cinefilia.

Por Eduardo D. Benítez

Maneras de construir ciudades, de trazar recorridos singulares para los cuerpos que protagonizan el complejo andamiaje de una puesta en escena. Esas proezas creativas son las que el libro El transeúnte inmóvil intenta recuperar a partir de indagar el modo en que lo urbano y el séptimo arte se interpelan, se redescubren mutuamente. Desde esta perspectiva, la megalópolis futurista construida por Frtiz Lang en Metrópolis o el territorio posnuclear creado por Tarkovski en Stalker pueden engrosar un corpus donde se encuentra el París de Sin aliento con la Manhattan de Woody Allen. Es que los films, en última instancia, responden (pertenezcan ya a la ciencia ficción, la nouvelle vague o el realismo italiano) a la escenificación de miradas personales que se encuentran necesariamente en tensión con un dispositivo técnico en común: el cinematográfico. 

Como invento de captación de lo real imaginario -que se desarrolla en forma paralela al crecimiento de las ciudades- Nestor Tirri está interesado en explorar el fenómeno del cine como modelizador de espacios urbanos en tanto que también determinan un espectador que se deja abandonar -sin moverse de su butaca- en atajos, pasajes, avenidas, fachadas como participante de una huella ficcional. Se trata, según el autor, de un espectador (un transeúnte inmóvil) “proclive a aterrizar en ciudades conocidas y amadas, o ignoradas e inimaginables” (que) “encuentra especial placer en establecer conexiones entre las casas y pasadizos registrados por una cámara, hasta dar con el calculado trayecto hacia el escenario de un crimen o, más a menudo, rumbo al abordaje de un ser amado que, sin embargo, todavía no se sabe amado o ya es amado por otro”. Es el gesto, entonces, de abrir un pliegue en que se puedan observar (poner de relieve) las arquitecturas no evidenciadas de la trama fílmica. El mapa cinéfilo-urbanístico que despliega Tirri en El transeúnte inmóvil releva espacios como Roma, Berlín, Buenos Aires o México D.F. estimulando lecturas, explorando nociones, ensayando periodizaciones. Las observaciones pueden recaer en las texturas ópticas con que Wong Kar Wai “transforma a Buenos Aires en un espacio alucinado” con Happy Together, la utilización de Venecia para el emplazamiento de géneros específicos como el drama romántico y la comedia sentimental a través de la mirada fascinada de los grandes productores de Hollywood, o la aproximación del concepto de posmetrópolis a partir del retrato de la ciudad de Mexico entrevisto en el film Amores Perros. Promueve especial interés un exhaustivo capitulo dedicado a un puñado de films nacionales (sobre todo de la década del 40 y el 50) que ilustraron en clave realista la conformación de los barrios porteños a partir de la inmigración. En El transeúnte inmóvil, Nestor Tirri delinea un paisaje audiovisual lleno de rincones y avenidas abiertas, de fugas sentimentales y furores sociopolíticos, que deja un rastro tanto material como imaginario en la memoria del lector/espectador. 

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine. 

lunes, 25 de marzo de 2013

ARTE FICCIÓN.




Por Eduardo D. Benítez

Viñetas en tamaño extra large, hamburguesas gigantes, héroes disfuncionales y villanos revoltosos. Así de heterogéneo y festivo es el brebaje icnográfico del artista Esteban Rivero, cuya obra viene de cobrar vigor tras su exitoso paso por la última edición de ArteBA. De mirada perspicaz y entradora, irónica y sensible a la vez, este desprejuiciado alquimista de las artes visuales no titubea a la hora de convocar y mixturar universos estéticos de los más disímiles. Si Batman, Andy Warhol, la lucha libre y el “pin up” dicen presente en su obra, no es por mero capricho. Es el producto de un recorrido de vida y la consolidación de un gusto personal que nutre un curriculum donde nada fue fácil, donde hubo que recurrir a un enorme esfuerzo creativo para rankear alto en un mundillo cultural que hoy conoce en detalle. Estudiante trunco de la licenciatura de psicología, otro tanto de la carrera de artes visuales y telemarketer converso en una compañía telefónica, Rivero materializa la utopía del hombre común y de barrio, que sueña con alborotar galerías y museos haciendo visibles sus criaturas fantásticas. Ese sueño ya está cumplido. En su taller del barrio de Almagro, donde no sólo tiene lugar la instancia creativa sino también las clases que semanalmente dicta a un puñado de fieles alumnos, tuvo lugar la charla que sigue.

-¿Cómo llegaste a dedicarte al arte?
- Desde toda la vida pinté y dibujé porque lo tenía muy a mano. Mis viejos tenían una librería y juguetería que fue como mi primera escuela, donde tenía disponibles lápices y lapiceras de todos los trazos y formatos posibles. Pero a los once años, justo después del boom de la película Batman de Tim Burton, empecé a fanatizarme con las historietas de superhéroes.

-¿Quién fue tu maestro?
-Creo que Quique Alcatena, con quien empecé un curso de historieta mientras terminaba la secundaria. Fue menos de un año, pero me sirvió mucho porque terminé de estructurar todo lo que me faltaba como autodidacta. También ayudó a organizar mi estilo: por mi cuenta yo siempre dibujaba cosas más bien tramadas, de línea. Pero él mismo me dio a entender que mi estilo tenía que ver con una cosa más plana. Y mejoré de una manera abismal. Ese mismo año también conocí a un artista joven, Martín Riwnyj, con quien empecé a estudiar pintura y después a trabajar como asistente. A partir de ese momento, me fui enganchando cada vez más con la pintura y descarté la idea de dedicarme a dibujar historietas. Para que la historieta apareciera en mi obra, tuvo que pasar un poco más de tiempo: unos 5 o 6 años...

-¿Y cómo fue esa “aparición”?
-Al principio tenía el prejuicio de pensar que la historieta no se podía insertar dentro del “arte”. La primera obra que hice remitida directamente al comic fue en el 2007. Fue la primera vez que apareció la figura del superhéroe, que es como una especie de Superman argentinizado. Lo fui desarrollando cada vez más hasta que apareció la versión latinoamericana y tercermundista del superhéroe como tal. Más adelante fui ampliando el juego y surgieron elementos de la televisión, el cine, etc.

-Aparece también un comentario más social en tu obra, ¿puede ser?
-Hay algo de eso. Sin darme cuenta, asoman algunos elementos que muchos interpretaron como una alusión a la inseguridad. Pero no fueron intencionales, yo lo pensé como una burla, con onda, a esa costumbre de traer el espíritu del Bronx a la Argentina, ridiculizar un poco a los hiphoperos. Hay una intención por entender lo latinoamericano desde una visión tercermundista, y que nosotros, consciente o inconscientemente tomamos y repetimos. Esa idea de que no tenemos un mango y lo “atamos con alambre”, entonces en vez de tener un súper uniforme nos ponemos una sabana y las antiparras. Es también una manera de estar orgulloso de esas cosas y decir: nuestra historia nos llevó a esto y hacemos lo mejor que podemos, no hay por qué tratar de imitar lo de afuera.

-Es bastante novedoso el universo con que trabajás… ¿te parece que es algo que hacía falta dentro de las artes plásticas?
- Me parece, sobre todo, que hacía falta hacerlo con cierto nivel de sinceridad o interés genuino. Quizás desde lo visual hay mucha gente que trabaja referenciando a la historieta, o al cine, con esta estética “pop” si se quiere, pero me da la impresión de que muchas veces eso viene desde el lado de la burla o desde la crítica, o incluso desde el desconocimiento. Yo laburo el mundo de los superhéroes porque me fascina, porque lo conozco. No lo abordo desde la soberbia, eso me parece que es lo novedoso. La Historieta es un arte en sí mismo, y yo le rindo homenaje…

-¿Cómo definirías al “pop latinoamericano”?
- Creo que es entender lo latino como algo válido, es despegarse de la visión europeizante que, al menos los porteños, tenemos muchísimo. Somos un cruce de pueblos originarios, del exterminio, del flujo migratorio, y seremos a veces hijos de italianos o de españoles, pero no somos hijos de intelectuales parisinos, somos la “chusma ultramarina”. Yo tomo de alguna manera las mismas cosas que toman algunos artistas del arte pop pero con una intención diferente, mientras Roy Lichtenstein estaba haciendo algo kitsch y burlándose, yo lo tomo con respeto.

Entrevista publicada originalmente en Revista Bilon