Además
de pájaros, un mono y un numeroso bicherío embalsamado, la larga escalera que
da acceso al living de la casa de Daniel Santoro está custodiada por un
pingüino, pieza taxidermística que su dueño se apura a situar cronológicamente:
“el pingüino lo tengo antes del 2003”.
Sin embargo esa aclaración no hace declinar su exaltación justicialista en referencia a un pasado social mitificado y un presente
político en vías de mitificación. Hace cerca de veinte años que este constructor
de una imaginería inédita en las artes visuales argentinas–Manual del niño peronista mediante- vive en Monserrat: “la guita que teníamos nos daba para esta
casa, aunque después la fuimos arreglando. Era una casa chorizo más incómoda de
lo que ves acá” comenta y señala un living abarrotado de sagrarios
orientales, juguetes, caracoles, exotismos varios…
-¿Viste
algún atractivo especial en Monserrat?
-La
cercanía con la calle Corrientes. Está en el medio…entre el centro y San Telmo.
Yo suelo ir al Café La Poesía y cuando tengo algo que hacer por el centro voy
al Florida Garden. Me gusta permanecer en los bares y trabajar ahí.
-Vos
ibas mucho a La Paz…
-Sí, pero
ahora no me da para ir. Está en decadencia, es un boliche que perdió todo
atractivo. Encima se murió Viñas con el que uno se quedaba a conversar siempre...Ni
siquiera está él. Para laburar de tarde con sol natural y linda acústica me
gusta el Saint Moritz que está en Esmeralda y Paraguay. Es un bar congelado en
la década del 40, no tiene ninguna novedad. Yo busco mucho esos lugares para
estar tranquilo.
-Los años
cuarenta…es una década que te gusta… ¿qué más te interesa de esa época?
-Eh…y…bueno…
A esa secuencia onomatopéyica le sigue un
borboteo de risas porque la pregunta del entrevistador se resuelve demasiado evidente.
Sin embargo el entrevistado –ingenioso- la sabe lunga y hace una habilidosa gambeta a la réplica esperable, la que lo reduciría a ser simplemente el pintor de la vida peronista: “toda la década del 40 es muy interesante en términos de diseño. En los
cuarenta está la infancia de los objetos. Antes, por ejemplo, el automóvil
tenía un diseño más plano, todavía tenían una referencia directa a la carroza,
el diseño no era autónomo todavía. En cambio en los cuarenta el automóvil, el electrodoméstico,
los teléfonos tienen sentido propio, no son subsidiarios de décadas anteriores.
Es el comienzo de una arqueología del objeto, una década emblemática por
instalar una memoria objetual muy fuerte, muy nostálgica”, explica sentado
desde su sillón color borravino mientras uno de pie escucha con la atención
ofrendada a las lecciones de un gurú. En otra oportunidad será uno quien tome
asiento, y Santoro el que se pare para seguir departiendo y gesticulando con sus
manos. En tanto la conversación reverbera
y abre varios pliegues temáticos, la escucha se torna sinuosa y pendular. El
diálogo también se ve envuelto por ese “campo ideológico” del que hablan sus
cuadros; entonces hay que asumir el movimiento entre una columna izquierda y otra
derecha de la casa, entre pararse y estar sentado, entre un ala derecha y un ala
izquierda del avión Pulqui retratado en varios rincones del hogar, tal vez para
poder lograr ese equilibrio justicialista del que habla y retornar a la década
del cuarenta: “el Pulqui mismo es bien de
esa década…ningún avión moderno lo
supera en cuanto al gusto por esa tecnología. Me interesa porque expresa un
mundo de la techné pero al mismo tiempo hay cierta humanización, todavía se
puede asir eso que se produce. Con un poco de entrenamiento uno se puede meter
en el interior de una vieja máquina de escribir; pero adentro de una
computadora no hay nada asible, es un mundo que se alejó de nosotros. Es por
eso que uno no se siente afectado por los objetos modernos. Si se rompe un
teclado lo tirás y comprás otro; tirar una vieja máquina de escribir es más
difícil”. A pesar de tener la casa forrada de obras, chucherías, antigüedades
y entidades de la más extraña procedencia, Santoro no se reconoce a sí mismo
como un coleccionista, por eso aclara: “no
es sistemático lo mío. El coleccionista está apasionado y exigido por completar
series, por llenar vacíos que producen angustias. Yo no tengo ese fantasma de
completar una colección. A mí me interesan los bichos porque me sirven…tienen
datos que nutren mi obra. Las formas de la naturaleza se autogeneran, por
ejemplo, el caracol es siempre un espiral que se muestra de la formas más
diversas. Entonces explorar esos mundos me hace descubrir determinados códigos
para generar mis propias formas plásticas.”
Si hay un rasgo
característico en la obra de Daniel Santoro es el de construir obsesivamente una
memorabilia pictórica del peronismo histórico. La máquina de coser, la heladera
Siam, el proyecto del Pulqui trazan las coordenadas de una liturgia nac &
pop que se empeña en anclar en el presente el retorno de un pasado que se
presume más dichoso, que supone esa patria de la felicidad aludida
incansablemente en su obra. Algo de este cruce de temporalidades se encuentra también
representado -en tamaño micro- en la maqueta que
ocupa una habitación entera de su casa, que va siendo modificada por la familia
desde hace años. En ella hay conflictos sociales, cuenta con un sistema
ferroviario en pequeña escala y hasta tiene un monumento que retrata a un
descamisado velando por la ciudad. Revela Santoro: “el Descamisado lo hicimos con un muñeco Ken
que le afanamos a mi hija. Le agregamos un poco de maxilar para que quede más
hombrecito. Porque si no, era un descamisado medio gay por esa estética de
tubos grandes. Nadie cree que ese es un obrero, ese fue al gimnasio, mirale el
cuerpo trabajado que tiene…El obrero hoy en día es más panzón.”
-Es como
tu ciudad ideal, ¿no?
-Sí, lo
que me gusta es que son como muchas ciudades en una. La idea es que sea una
ciudad que fue creciendo, donde se cruzan varias temporalidades. Es moderna y a
la vez tiene rasgos antiguos. Tenés una villa, la zona de finanzas, el casco
histórico, la zona residencial…
¿Vos
estás representado acá en la maqueta?
-Sí,
estoy acá. Soy un pintor que está pintando en la buhardilla. Me elegí un lindo
lugar, bien de barrio, lejos de la city (risas). Ahora no se ve muy bien porque
se quemó la lamparita.
Sin embargo –tal vez por la luz que proviene
del cartel de la Fundación Evita- se puede ver perfectamente al pequeño Santoro
enmaquetado en una detallada casita austriaca
con techo a dos aguas.
Si no tuviera esa
figuración tan racional de las cosas, esa fundamentación detalladamente
obsesiva de su sistema iconográfico, cierta estampa entre la hidalguía y la
cercanía popular; Santoro bien podría ser percibido como un temerario alquimista,
como un hechicero de universos indescifrables. Abonan a esa impresión los
cuatro altares que revisten el living que hacen alusión a la cábala, las cosmogonías,
el Tao, el hinduismo. Y si combinamos su
teoría del vacío -deudora de la filosofía china- con la tercera posición del
peronismo, el brebaje resulta único.
-Vos usas mucho material proveniente de la filosofía
oriental relacionándolo con el peronismo. ¿Cómo surge ese cruce?
-Yo
venía de viajar por Japón, China, Singapur donde había hecho unas muestras. Ahí
me conecté con calígrafos e hice cuadernos de caligrafía. A eso, se sumaron las
charlas sobre el peronismo que tuve en su momento con Horacio González, con
Elvio Vitali. Esto lo empecé en el 97/ 98 cuando surgieron algunas reflexiones
sobre la decadencia del menemismo, sobre esa traición. Era un momento muy
caldeado y de ahí fueron surgiendo ideas…
-¿Y alguna vez hiciste algún cuadro sobre el menemismo?