viernes, 29 de noviembre de 2013

LOS CONEJOS EN ESCENA


Por Eduardo D. Benítez
En el comienzo fue  un muñecote afelpado y blanco, llevaba al cuerpo un chalequito ceñido que dejaba de relieve una panza abultada. Esplendor del cine mudo que se relamía en la trasposición de los clásicos de la literatura, el Conejo Blanco de la versión de Alice in Wonderland (1903) de Cecil Hepworth y Percy Stow señala el inicio de la domesticación del mamífero como motor de aventuras.  Se trata, todavía, de un personaje más opaco, con intenciones no del todo claras. De la mano de este Conejo Blanco se puede estar muy cerca del peligro.

La animación, en plena edad de oro de Hollywood, haría del conejo una figura más cercana, más transparente y rebosante de algarabía: los pifies de Bugs Bunny lo ubican siempre en una situación de riesgo pero inalterablemente sale ileso, según las claves de la mejor slapstick comedy. Más tarde, Roger Rabbit (1988) nos cancherea. Nos da lecciones de galantería, nos instruye -autoconsciente- sobre los entretelones oscuros de la industria, los mecanismos del genero policíal; y, de paso, nos enseña a cómo conquistar a la chica más deseada de los estudios. Estos conejos hablan, esbozan emociones similares a las de un personaje de carne y hueso. Humanizado, en sintonía con el hombre este tipo de figuración del conejo es más pasible de ser asimilado. Increíblemente civilizado y desprovisto de su animalidad, el modelo Roger Rabbit paga los impuestos, es un contribuyente más.
Sin embargo, mientras  todavía conserven los rasgos de cierta animalidad los conejos destilarán cierta extrañeza, cierta perversión no asimilable socialmente. El cine de clase B comenzaría a sospechar de la supuesta candidez y la mansedumbre de este animal.  Night of the Lepus (1972) de William Claxton presenta una historia de conejos mutantes, que se vuelven inmensos y amenazan con diezmar a la población. El animalito apacible ahora se mueve en grandes grupos y muestra su reverso homicida. Mujer Conejo está más cerca de esta mirada, que representa a los conejos como plaga asesina o como manada animal que la humanidad manipula para un fin ulterior de ribetes espurios. Allí, los conejos son bichos irreconocibles, expulsados de sí, hasta el punto de comerse a sí mismos. Algunas películas radicalizan esa extrañeza en forma de un onirismo a veces temerario. 
Donnie Darko (2001) de Richard Kelly asocia y emplaza directamente la voz del “Mal”, que predice el fin del mundo al protagonista, en la forma de un conejo demoníaco, esquelético, inmerso en su negritud. En la serie televisiva de David Lynch, Rabbits (2002) las cosas se extenúan.   Allí unos seres extraños -mitad humanos, mitad conejo- filmados en un plano estático, hablan un insólito idioma y unas risas descentradas de fondo aturden la escena. El clima es oscuro, denso, demasiado adverso a la lógica causal de los clásicos conejillos bienaventurados. El último grito en la figuración de los conejos en el cine, es un aullido siniestro. 

Texto publicado originalmente en Revista Haciendo Cine.

martes, 5 de noviembre de 2013

ROJO FLOYD DE MICHELE MARI


Por Eduardo D. Benítez

Basta con leer sólo las primeras páginas para que Rojo Floyd revele su esencia mutante, su carácter inaprensible y lúdico. En este volumen, el novelista italiano Michele Mari enhebra varios libros en uno: un documento titánico y ecléctico sobre una banda de rock, una vidriera de personajes sorprendentes, un relato filosófico a varias voces que se pregunta sobre la gestación de las leyendas populares, un puzzle hilarante donde ficción y realidad se entrelazan para producir conocimiento. Porque ya se trate de herramientas puramente imaginarias o de recurrir a testimonios provenientes de la “realidad”, el lector puede estar seguro que acercándose a esta novela, el Universo Pink Floyd se complejiza y expande. La estructura narrativa del libro es al menos curiosa, cuando no intrépida. Múltiples voces en primera persona se superponen para dar testimonio sobre la figura del emblemático integrante de Pink Floyd Syd Barret (la ausencia más omnipresente de la novela), quien tras una ingesta de LSD “enloqueció” y dejó al grupo en 1966.  Allí, David Bowie, Stanley Kubric, Michelangelo Antonioni, Alan Parsons, y los propios músicos de la banda aportan anécdotas y se preguntan sobre el misterioso decurso del miembro fundador de los creadores de The Dark Side of the Moon. Es importante aclarar que no hace falta ser un melómano empapado en los entretelones de la banda inglesa para disfrutar plenamente de Rojo Floyd, la novela no se agota en la simple interpelación a fans y entusiastas. Cualquier lector estará encantado de perderse entre las tramas e intrigas de esta pluralidad de ritmos y voces fabuladas por la sutil prosa de Mari.

Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.