sábado, 8 de octubre de 2011

GLOSAS SOBRE ALGUNOS FILMS DE JIA ZHANG-KE



Por Eduardo D. Benítez.


            El resultado de la  revolución es un espacio irregular colmado de escombros. Por lo menos en China. Así parece describirlo Jia Zhang-Ke en sus películas. Un lento abrirse hacia el capitalismo que puede ser también motivo de apertura de algunas grietas en el vasto mapa cinematográfico global. 24 City, Naturaleza Muerta, The World, Placeres Desconocidos, Platform son algunas de esas fisuras. Testimonios de una sociedad que va camino a la modernización en ralenti hace más de veinte años. Pero ¿quién es Jia Zhang-Ke? Un director  chino para cuya obra se hace difícil encontrar una filiación estética o temática precisa, una dinastía. Habría que recorrer el globo para hacerlo, realizar un extraño recorrido que puede quedar a mitad de camino entre la utilización del plano semivacío antonioniano, el errabundeo de posguerra de los personajes del neorrealismo italiano y una visión de lo cotidiano descarnada y a la vez distanciada que puede considerarse herencia del cine de Ozu. Pero Jia es, sobre todo, un obseso trabajador. A sus 38 años lleva realizadas,  entre distintos metrajes de ficción y documental, más de catorce películas. Es de esos grandes cineastas, de esos que según Daney tienen sólo “una idea fija que les permite seguir su camino”. Una idea obstinada que atraviesa e ilumina toda su obra. Esa idea se manifiesta en forma de pregunta: ¿qué transformaciones se vienen dando en el seno de la sociedad china a partir de su relativa integración a una economía liberal?


   Sobre el trabajo del gigante director chino, algunas consideraciones: ¿Qué rasgos oponen a los dos directores chinos por excelencia: Zhang Yimou y Jia Zhang-Ke? Uno cuenta siempre con un grueso presupuesto para hacer sus películas, el otro no. Uno se ha convertido en el productor oficial del discurso historicista de China, el otro no. Uno trabaja a través de los géneros, el otro es un autor cuya obra se torna indescriptible en términos genéricos. Zhang Yimou, reciente director de La maldición de la flor dorada, creó ese espacio hiperespectacularizado que fue la inauguración de los Juegos Olímpicos 2008. “El mundo” entero se fue desplegando en casi cuatro horas a pura luz y estruendo volando por el cielo. La representación de la globalización no consistió en ver cómo confluían los desfiles de las distintas culturas en un mismo espacio, en una misma “escenificación”, sino en intentar mostrar, con una cierta progresión de planos (plano medio, gran plano general, tomas aéreas), una imagen única. Las miles de personas que participaron del show actuando, percutiendo, danzando se convirtieron de a poco (al llegar a la panorámica) en pixeles de una imagen que se iba descomponiendo hacia lo no figurativo. Así, cada cultura obtuvo su imagen abstracta propuesta como parte de una totalidad. El esplendor visual y el ritmo en la planificación propio del nuevo cine de artes marciales estuvieron allí para contener al resto del mundo ¿Cómo distinguir frente a esas imágenes ante qué cultura, qué  “problemas” estamos presenciando? El Zhang Yimou demiurgo es algo obtuso, forzó las imágenes hasta llegar a un torpe resumen de una trama universal compleja, una fallida “alegoría” (F. Jameson) de un sistema mundial que no cesa de ampliar sus redes.

   ¿Y si en vez de Zhang Yimou hubiera sido Jia el maestro de ceremonia de ese gran evento? Tal vez obtendríamos una película como The World y constataríamos que el mundo avanza lentamente y sin piedad hacia su conversión en una verdadera naturaleza muerta.  Jia opta por mostrar la globalización de una manera exquisitamente lúcida con delicados deslizamientos de cámara haciendo foco en un problema humano, demasiado humano: el trabajo. Los protagonistas de The World son los trabajadores de un gran parque temático de Pekín que reúne a escala las grandes obras arquitectónicas de los cinco continentes. Ahí están la Torre Eiffel, Manhatan, las pirámides egipcias para ser vistas en un recorrido que toma algunas pocas horas. “Visite el mundo sin salir de Pekín”, reza un altavoz, mientras vemos a un grupo de personajes recorrer el lugar en plano-secuencia: bailarinas, guardias de seguridad, inmigrantes a los cuales al instante de ser “contratados” para trabajar se les confisca su pasaporte.  Ese es el  mosaico laboral del mayor parque de atracciones de la ciudad, conformado por personas que vienen de lugares inhóspitos de China, de Rusia, etc. Un ambiente laboral aparentemente de una armonía estática (con sus miniaturas bien cuidadas) en el que las personas se han vuelto objetos inertes. 


 Escenas en camarines, amores de pasillos, caricias en el interior de un simulador de vuelo, desencuentros amorosos entre un vigilante y una bailarina en lo alto de la Torre Eiffel, travellings por largos corredores que imaginamos  conducen a escena. “Escena” aquí se convierte en una palabra importante porque lo que sucede en la película es aquello que está detrás del espectáculo luminoso que el parque ofrece al público. Como si la vida de esos personajes casi al margen no pudiera ser contada sino por detrás de todo ese teatro, detrás de lo que ellos mismos producen. No mostrar la realización de su trabajo, mostrar lo que sucede “entre” parece ser la premisa de Jia. ¿Un film de backstage? Tal vez.  Pero, en definitiva,  el parque en sí no es más que un “campo” común donde fluye este equipo de trabajo cuya única ambición es un estar en éxodo constante. Algunos están a la espera de un pasaporte que los lleve a Hong Kong, otros anhelan una vida mejor probando suerte en otros trabajos,  la chica rusa coquetea con la prostitución para  juntar dinero y llegar a Ulan Bator. Acaso “refugiados” sea la palabra más acertada para definir a estos personajes, en el sentido que el filósofo italiano Giorgio Agamben le da al término. Es decir que pueden ser pensados como masas de residentes no-ciudadanos cuya situación es la de estar en refugio u éxodo constante (incluso en la inmovilidad) ya que lo que importa es que son porciones de humanidad que ya no son representables dentro de un Estado.

    En Placeres desconocidos el trabajo es lo que falta. Los amigos Bin Bin y Xiao Ji están desocupados por tiempo indeterminado. Circulan con su moto por calles arrasadas, fuman con hastío (el cineasta chino lleva al paroxismo el motivo “fumar”en toda su obra). Son flâneurs a medias, deambulan sin rumbo pero con objetivos (por mínimos que sean) precisos.

   A veces será el deseo de amar (Placeres desconocidos), otras de encontrar a un familiar que no se ve hace años (Naturaleza muerta), otras promover una “moderna” banda de Rock donde sea (Platform). En otros casos será experimentar una especie de suspensión del tiempo, como puede verse en escenas muy reiteradas a lo largo de su filmografia: situación de grupos de personas que no hacen nada, sólo yacen alrededor de una mesa, incluso casi sin hablar. No hay un tiempo organizador, eso que se llama tiempo productivo. Y en paralelo a sus vidas avanza una inexorable mutación urbana, que puede ser una autopista a medio construir, la edificación de la represa más grande del mundo (Las Tres Gargantas) que deja a una población entera bajo el agua ó la demolición de una mega fábrica para dar lugar a un enorme complejo habitacional (24 City). 


   Tanto los personajes desolados de Placeres Desconocidos, como aquellos que son entrevistados sobre el pasado y el presente en 24 City, ó los que forman parte de las historias que corren paralelas en Naturaleza Muerta son testigos mudos de una alteración urbana que no se detiene. Testigos de un tránsito: el de una sociedad que se evidencia residual hacia una modernización que va marcando sus dominios con rigor. Los de Bin Bin, Xiao Ji y Qiao Qiao son cuerpos anclados en una geografía imprecisa: La ciudad en construcción es ese gran monstruo que los devora. Esta es la manera que Jia tiene de interrogar la Historia. Entre la austeridad del escombro y la promesa del esplendor urbano. Y en el medio,  el cuerpo de los personajes casi íntegramente desdibujado. Situaciones un tanto asfixiantes descritas con una distancia elegante. Describir también es una palabra importante en la obra de Jia: “describir es observar mutaciones”, dijo Godard en alguna entrevista. Nada más adecuado para referirse a porqué, cómo y dónde ubica y mueve la cámara Jia. Nada más alejado de la pluma hiperdescriptiva del nouveau roman o los planos secuencia del Resnais de Marienbad.  Mientras que en Marienbad Resnais describe a la vez que cataloga y archiva el mundo retratándolo estático, en Jia la descripción está en función de testimoniar un doloroso proceso de cambios; en la constante redefinición del espacio, los rasgos de la población también van mutando.

 Secuencia memorable (tal vez una de las más memorables del año) de Naturaleza Muerta: Un barrido con la cámara que comienza con un fuera de foco donde apenas distinguimos unos cuerpos. El movimiento es muy lento y vemos a veces desde muy cerca fragmentos de rostros, torsos desnudos, pieles transpiradas. Luego el campo visual se hace más nítido y entendemos que es un numeroso grupo de personas que viaja en barco. La cámara sigue su recorrido hasta que parece frenar para mostrar a uno de los héroes del film que está en  la popa… pero continúa hasta que la secuencia termina con un gran plano general de un puente gigante donde por debajo aparecen los créditos de inicio: un film de Jia Zhang-Ke. Una cámara descriptiva que traduce muy bien la mirada de su director, una mirada que parece necesitar que dentro del cuadro convivan la inmensidad  con  la pequeñez. De ahí la obsesión de Jia por esos gigantes planos en profundidad donde una figura minúscula (el hombre mismo) es simplemente una ínfima inscripción en un entorno monumental que lo termina fagocitando (los territorios naturales de la ciudad de Fengjie, por ejemplo). La de Jia es una obra en la que la descripción del lugar (topos) se convierte en tópica, es decir en casillero donde volcar una fuerza retórica, una marca de estilo. Esas marcas recurrentes hacen vacilar incluso nuestra concepción del cuerpo humano como medida fundamental para pensar el tamaño de un plano.  Pues los propios afectos de los personajes son constantemente interrogados, desafiados por “las cosas”: tal vez haya que empezar a  pensar el plano- gran placa de concreto que se derrumba ó el plano-enorme pieza de acero de fábrica en desuso. Y ya no primer plano, plano medio, etc. teniendo en cuenta un cuerpo humano preciso.


Con Tsai Ming Liang experimentamos ese cine en el que la imposibilidad de  la comunicación humana es la regla. Tal vez  Jia Zhang-Ke sobrepasa esa línea,  pues con él  asistimos a  un cine en el que la propia figura humana se vuelve imposible de representar. Un cuerpo humano que se encuentra totalmente eclipsado entre el desastre urbano y la ciudad por venir: en ese intersticio está la potencia de trabajo, de amor de sus personajes, siempre enmudecida.

    Uno termina exhausto al escribir estas notas sobre  Jia. Se tiene la sensación de haber luchado con una obra árida, que demanda un gran trabajo al ser abordada.  Es lo mínimo que se le puede devolver a un director de cine que se esfuerza en decir bien alto y con elegancia que a veces la vida cuesta un precio muy alto pero que tiene reservada para nosotros algunos placeres desconocidos (como ponerse a pensar en sus películas).  

Artículo publicado originalmente en Revista La Otra nº 20

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