Icono del cine trash de los años
setenta, escandalizador nato y malentretenido, en los textos que componen Mis
modelos de conducta (Caja Negra) John Waters presenta su panteón personal de
musas e influencias malditas.
Eduardo D. Benítez
De bigote
pronunciado, figura esbelta, ostentando su contracultural hidalguía, luciendo
un cuidado desaliño en su vestimenta. Así se presenta al mundo la fisicidad de
John Waters. Un brebaje de encantamiento iconoclasta parecido a la esencia
entre basal y volátil, primitiva y de culto que nutre su corpus filmográfico. Y
algo similar es lo que sucede con Mis
modelos de conducta a partir de la densidad de su prosa: arrebatada,
visceral, reflexiva y reconcentrada; su escritura combina puntuaciones abruptas,
toscas y desprolijas en la linealidad sintáctica (y de las historias que allí
se cuentan) con fugas, disrupciones narrativas que se montan a partir de una
fraseología cautivante y sutil.
Artistas con
algún rasgo de redimible irreverencia, heterodoxos diseñadores de moda, héroes
díscolos de la ciudad de Baltimore, un pornógrafo filmmaker que retrata a los
Marines americanos en viñetas onanistas, una asesina recuperada. Esa es la mezcolanza de personajes que desfilan por
estas páginas y se presentan como modelos
de conducta del director de Pink
Flamingos. Un santuario de pequeños ídolos con los cuales Waters forja y mitologiza su camino de artista de la
provocación, con que nos confiesa los ribetes intertextuales de su vestidura de
cineasta trash. Y el encantamiento de la anécdota se
disfruta casi al nivel de la oralidad, como si Waters fuera relatando sus
pasajes en vivo, de manera asombrosamente cercana y directa. Desviándose muchas
veces de los perfiles biográficos que abren cada capitulo con idas y vueltas en
las avenidas del relato, tomando atajos tangencialmente, asociando libremente aventuras
alocadas y haciendo pivotear la descripción de los personajes retratados con algún
dato experiencial de su propia vida.
Antes que
imaginar a Mis modelos de conducta
como un opúsculo biográfico que nos ilumina el genio creativo de su autor o la
crónica del proceso de su evolución artística; habría que buscar su anclaje
como dietario de reflexión retrospectiva. No sería del todo ocioso vincularlo con
la confesión escandalosa y la sinceridad a flor de piel de Yo necesito amor de Klaus Kinski. Modelados con un tono entre
hilarante y sórdido, delirado y complaciente, el abanico de ídolos presentado
por Waters estimula al más amodorrado lector.