Por Eduardo D. Benítez
En el comienzo fue un muñecote
afelpado y blanco, llevaba al cuerpo un chalequito ceñido que dejaba de relieve
una panza abultada. Esplendor del cine mudo que se relamía en la trasposición
de los clásicos de la literatura, el Conejo Blanco de la versión de Alice in Wonderland (1903) de Cecil
Hepworth y Percy Stow señala el inicio de la domesticación del mamífero como
motor de aventuras. Se trata, todavía,
de un personaje más opaco, con intenciones no del todo claras. De la mano de
este Conejo Blanco se puede estar muy cerca del peligro.
La animación, en plena
edad de oro de Hollywood, haría del conejo una figura más cercana, más transparente
y rebosante de algarabía: los pifies de Bugs
Bunny lo ubican siempre en una situación de riesgo pero inalterablemente
sale ileso, según las claves de la mejor
slapstick comedy. Más tarde, Roger
Rabbit (1988) nos cancherea. Nos da lecciones de galantería, nos instruye
-autoconsciente- sobre los entretelones oscuros de la industria, los mecanismos
del genero policíal; y, de paso, nos enseña a cómo conquistar a la chica más
deseada de los estudios. Estos conejos hablan, esbozan emociones similares a
las de un personaje de carne y hueso. Humanizado, en sintonía con el hombre
este tipo de figuración del conejo es más pasible de ser asimilado. Increíblemente
civilizado y desprovisto de su animalidad, el
modelo Roger Rabbit paga los impuestos, es un contribuyente más.
Sin embargo, mientras todavía
conserven los rasgos de cierta animalidad los conejos destilarán cierta
extrañeza, cierta perversión no asimilable socialmente. El cine de clase B
comenzaría a sospechar de la supuesta candidez y la mansedumbre de este
animal. Night of the Lepus (1972) de William Claxton presenta una historia
de conejos mutantes, que se vuelven inmensos y amenazan con diezmar a la
población. El animalito apacible ahora se mueve en grandes grupos y muestra su
reverso homicida. Mujer Conejo está
más cerca de esta mirada, que representa a los conejos como plaga asesina o
como manada animal que la humanidad manipula para un fin ulterior de ribetes
espurios. Allí, los conejos son bichos irreconocibles, expulsados de sí, hasta
el punto de comerse a sí mismos. Algunas películas radicalizan esa extrañeza en
forma de un onirismo a veces temerario.
Donnie
Darko (2001) de Richard Kelly asocia y emplaza directamente la voz del “Mal”, que predice el fin del
mundo al protagonista, en la forma de un conejo demoníaco, esquelético, inmerso
en su negritud. En la serie televisiva de David Lynch, Rabbits (2002) las cosas se extenúan. Allí
unos seres extraños -mitad humanos, mitad conejo- filmados en un plano
estático, hablan un insólito idioma y unas risas descentradas de fondo aturden
la escena. El clima es oscuro, denso, demasiado adverso a la lógica causal de
los clásicos conejillos bienaventurados. El último grito en la figuración de
los conejos en el cine, es un aullido siniestro.
Texto publicado originalmente en Revista Haciendo Cine.