jueves, 8 de septiembre de 2011

MANUAL DE PERDEDORES


Por Eduardo D. Benítez

Pequeñas biografías ajenas.
Yo empecé a hacer cine porque no servía para el trabajo honesto, que es el trabajo manual.” Aki Kaurismaki -el artífice de esta frase- es un hombre de honestidad brutal, un aspirante nato a la controversia directa, y nada menos que un realizador del que se ha dicho que es noble heredero del cine de Robert Bresson, Fassbinder, el período mudo y demás disquisiciones. A veces con mucha osadía y otras con demasiada modestia (“ninguna de mis películas me parece aceptable”) el director finlandés se propone a sí mismo como una figura que pivotea entre lo maniático y lo compasivo, entre lo irreverente y lo cándido. Por su propio decir, existiría un eslabón mítico y una especie de placer primero -deudor de un incunable romanticismo- que ayudó a fundar su particular obra cinematográfica: la ingesta voluptuosa de alcohol. “Soy un niño grande, medio salvaje. No estoy diciendo que en cualquier momento me vaya a incendiar el pelo o que experimente con drogas. Sólo soy un alcohólico. Todas mis películas fueron creadas en un bar”, confesó alguna vez. Y esa manera de presentarse como chupandín y enfant terrible demasiado desencantado del mundo circundante, va acompañado de un sinfín de figuraciones de la embriaguez plasmadas en la pantalla en su ya extensa filmografía. Sin embargo, sus personajes empinan el codo de manera menos recreativa y bastante más alejada de ese retrato de artista rebelde que encuentra en el alcohol su elixir inspirador. Más bien lo hacen para salvarse de la aplastante cotidianeidad de una tierra en constante invierno y de las dilatadas rachas de desempleo. Los hombres y mujeres que circulan por el universo kaurismakiano hablan el idioma del vodka cantinero, el que se bebe para hacerle frente a los tiempos hostiles donde el “trabajo honesto” es una mera promesa. De hecho, el minimalismo rutinario y lírico de sus películas (¿serán consideradas alguna vez como un archivo revelador de la endurecida y velada vida de la clase trabajadora nórdica?) parece contradecir la idea generalizada de una sociedad finlandesa en eterno bienestar económico y social.

Clásico y moderno.
Es conocida la afición de Kaurismaki por el pasado, su vocación nostálgica, su pasión por los viejos objetos y el Hollywood del esplendor mudo. Tal vez en ese gusto personal está la clave de un cine que se propone renovador siendo consciente de heredar una rica historia cinematográfica; en encontrar el equilibrio perfecto para proponerle al público un estilo que produce extrañamiento, pero brindándole una estructuración clásica del relato. Su amor por el cine de los tiempos dorados puede vislumbrarse en varias de sus películas (Juha, Sindicato de calamares, Contraté un asesino a sueldo) donde las historias se encabalgan directamente con la remisión al mudo, al film noir, al melodrama de los 50. Aunque parezca lo contrario –por el abundante uso de tiempos muertos- el de Kaurismaki es un mundo de acción, en constante movimiento, que sigue confiando en el poder de las historias. Sólo que el finlandés desconfía de la concepción de un “cine más grande que la vida” y deja de lado todo excedente de sentimentalismo. Sus relatos reducen a al mínimo el uso de diálogos exaltados, homenajean al silencio en cada secuencia y ponen en el centro de su atención al cuerpo, que generalmente es maltratado o identificado como una suerte de máquina automatizada. Hay poco tiempo para las conversaciones en su cine y mucho para el desenvolvimiento físico: se busca trabajo, un lugar donde dormir, se atraca un banco de manera torpe, se viven desventuras hostiles siempre haciendo avanzar la narración de modo constante y riguroso. Como si la especificidad tragicómica de su obra hubiera sido fraguada en un sistema que remite al mudo, pero habiendo aprendido las lecciones de no recurrir a sus exageraciones gestuales.



El diario de los vencidos
En el libro-conversación entre Truffaut y Hitchcock, este último afirmaba que jamás iba a arriesgarse a adaptar Crimen y Castigo porque se trataba de un libro “infilmable”. En 1983 en su debut como solista  (había dirigido antes junto a su hermano Mika), Aki Kaurismaki -con cierto aire desafiante- recogió el guante, le prestó su mirada a la novela de Dostoievski y así dio rienda suelta a una filmografía que pasó por estadios de los más diversos. Desde un iniciático y  franco plagio nouvelle vaguero, pasando por sus famosos trípticos (Trilogía del Proletariado y Trilogía Finlandesa) hasta la gesta mitológica de una banda musical tan ecléctica como los Leningrad Cowboys (ver recuadro); el realizador no cesó de habitar un austero territorio temático que erige bien alta la bandera de los perdedores, los desclasados, los olvidados de ese esqueleto social demasiado abstracto llamado sistema. Sin embargo, no hay nada de solemnidades bienpensantes, ni regodeos piadosos para sus personajes dentro de su cine. Si algo queda claro en la filmografía del finés, es la voluntad de retratar los daños materiales de una sociedad con la comicidad más incisiva, con ese sentido del humor casi alienígena que convierte a Aki en uno de los directores más atractivos del cine contemporáneo y -en sus últimos trabajos- en un estimable recolector de premios: Gran Premio del Jurado en Cannes en 2002 por El hombre sin pasado y Premio Fripresci de la Crítica Internacional por Le Havre en el Festival de Cannes 2011 (elegida también para representar a Finlandia en los próximos Oscar).

Los protagonistas de sus films reciben con una inquietante impasibilidad la violencia del poder policial, político o judicial por la que son fustigados, como cuando el héroe de Ariel decide reclamarle a un malhechor el dinero que le ha robado y termina siendo apresado por un oficial, juzgado en un tribunal y encerrado en la cárcel. Son personajes que experimentan como una fatalidad la eslabonada economía del desamparo institucional, la mecanización irremediable de sus cuerpos. Entonces se puede sospechar una matriz de gag chaplinesco en el cine de Aki,  donde las instituciones que deberían proteger a sus protagonistas, literalmente los oprimen. En Chaplin, hacía falta simplemente domesticar las máquinas (Tiempos modernos) para volver a confiar en un futuro redentor para la humanidad; en Kaurismaki (aunque les regale algunos happy endings) el hundimiento es más difícil de superar porque son las propias relaciones personales (en todas las dimensiones imaginables) las que se encuentran inmersas en una inexpresividad total, en una alienación naturalizada, en una incapacidad de reacción. Incluso los momentos de leve romanticismo y pequeñas fugas recreativas que viven sus criaturas, están contados con una sobriedad mecánica y arrasadora. Tomemos por caso las numerosas escenas que aluden a un momento amoroso o a una situación sexual; allí nunca veremos más que dos manos estrechadas en primer plano o un frígido beso de buenas noches. Hasta las historias de amor están “contaminadas” con la retórica aséptica de una cadena de producción fordiana. Entre el plano detalle y el corte directo que lleva a la siguiente escena se elipsa siempre la unión desafectada de dos almas solitarias y en pena.





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