martes, 5 de febrero de 2013

CINE DEL FUTURO


El cine homenajea e interroga al propio cine. Con Tabú, su última película, Miguel Gomes lo hizo una vez más: se dio el gusto de seguir expandiendo las fronteras del séptimo arte.

Por Eduardo D. Benítez

El talento y la osadía creativa del director Miguel Gomes no son una sorpresa. Sus dos primeros largometrajes son la huella palpable de un recorrido autoral que asumió (y concretó) intenciones de novedad estilística, de explorar nuevos desafíos. Ambos films, A cara que mereces (2004) y Aquele querido mes de Agosto (2008) contaron con el dichoso consenso del público y la crítica locales, no por nada esta última se quedó con el premio a Mejor Película en la edición del Bafici del año 2009. De alguna manera, Tabú (2012) viene a confirmar y profundizar ese camino. De forma más directa o más tangencial, Miguel Gomes tiene una preocupación que parece recurrente en toda su filmografía, una especie de deseo cinéfilo objetivado en los intersticios de cada rincón de sus relatos.

Repasemos: A cara que mereces se volvía un musical deforme, de cuña Rivettiana, Aquel querido mes de Agosto se tornaba en la mitad del metraje, en una reflexión metalingüística sobre el quehacer cinematográfico. Tabú, por su parte, recurre a elementos retóricos del cine mudo. Ganador del premio FIPRESCI (Festival de Berlín), este tercer largometraje del director portugués es tal vez su proyecto más ambicioso hasta la fecha. Precedida por un breve prólogo -que se ofrece como uno de esos documentales de impronta naturalista con un dejo de expedición alucinada donde un tal Dr. Livingtsone es engullido por un cocodrilo- Tabú se construye sobre la base de una narración fracturada en dos partes, en dos tiempos históricos, narrados en 35mm la primer parte y en 16 mm la segunda.  El primero de esos dos fragmentos, titulado Paraíso Perdido, nos sitúa en la contemporaneidad donde Pilar y Aurora (señoras vecinas que acarrean una vida un tanto gris) son el eje de toda la acción. Es en este primer segmento donde tienen lugar las escenas más vitales e hilarantes del film. Gomes va construyendo su humor (distanciado, sutil, abúlico) a base de bloques dialogales, filmados con una cámara casi estática, que se dan entre Pilar (señorona católica con sensibilidad social), Aurora (ludópata que relata sueños alucinatorios) y la criada de esta última (matrona recelosa y temperamental). A pesar del refinado sentido del humor, el conjunto es de un tinte demasiado triste, de un vacío existencial difícil de sortear. El segundo capítulo, rotulado Paraíso, nos invita a recorrer la historia de un triángulo amoroso emplazado en los escenarios de África colonial. Miguel Gomes nos retrotrae cincuenta años atrás, edificando un relato de juventud, de exploración afectiva donde Aurora (la señora ludópata del primer capítulo)  es otra vez una de las protagonistas de un relato que pivotea entre el film de expedición y el melodrama intimista. Este segundo tramo de Tabú es el más temerario en términos estéticos. Haciendo honores al cine silente, todas las acciones están narradas sin diálogos. El trabajo actoral está guiado por una voz en off omnipresente, sugestiva, lírica; y como sucedía con Aquele querido mes de Agosto hay un trabajo del sonido en el que cada canción tiene una incidencia crucial en la intensidad del relato, como si se tratara de un protagonista más. No sin el riesgo de caer en una especie de abordaje nostálgico, Gomes va de esta manera, montado en la figura simbólica de F.W. Murnau, al encuentro de un estadío germinal del arte cinemático. La cita al cine del director alemán no se da simplemente en la identificación con el título del film o por hacer uso de los recursos del cine mudo. También la textura de la imagen (de una bellísima porosidad) remite directamente a la cinematografía de las primeras décadas del siglo XX. Pero además del reenvío directo al cine mudo, la segunda mitad de Tabú se inscribe en la tradición de cierto cine clásico americano, específicamente en la manera de reflejarse en filmes de aventuras como Mogambo (1953) o Hatari (1962).  “Tenía ganas de dialogar con la memoria del cine clásico. El cine no precisa ser homenajeado, a no ser por los buenos films que restan ser hechos”, dijo el realizador nacido en Lisboa como para dejar en claro su intención de releer e inscribirse en la historia del cine. 
Bajo qué forma se manifiesta la lectura que Tabú hace del cine mudo y de Murnau como una plataforma desde la cual expandir las fronteras del arte en movimiento y en qué medida se distancia del simple homenaje, es desafío intelectual del ocasional espectador.  Sí es importante aclarar que la remisión al cine de los primeros años que propone Gomes no se parece en nada a esa supuesta inocentada mimética de Michel Hazanavicius llamada El artista, construyendo un clima de época para que lloremos por la cinefilia perdida, encendiendo la mecha de la nostalgia equivocada (musicalizado con la banda sonora de un film de Hitchcock!). Aunque muchas veces se perciba como un recurso demasiado autoimpuesto o forzado, Tabú problematiza y dinamiza su narrativa retomando personajes y escenarios, buscando nuevas formas de contar en imágenes, con la voluntad de mirar hacia el futuro del cine. Como ya sucedía en Aquel querido mes de Agosto (un efecto metalingüístico que cruzaba realidad y ficción), Tabú vuelve a presentarse como un juego de espejos, de dobleces, como un complejo entramado de capas ficcionales que se incorporan una sobre otra conformando un palimpsesto en el que se superponen lo novelesco, lo fabular, el exotismo, lo melodramático, una multiplicidad de tonos y registros. En cierto sentido, Miguel Gomes hizo un film de genuina exploración formal, con sus giros emocionales deudores de una utilización musical excepcional y un virtuoso trabajo dramático. Tal vez en un visionado general y totalizador podamos reclamar que su búsqueda experimental y radical no alcance a trascender el simple gesto de audacia.

 Artículo publicado originalmente en Revista Haciendo Cine


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