lunes, 3 de junio de 2013

MI HERZOG PREFERIDO.


Por Eduardo D. Benítez

Hay un puñado de películas de Werner Herzog que trato de rever con periodicidad. Las miro -no sin cierta perplejidad- para constatar que sí, que el director de Fitzcarraldo (1982) nació en el siglo equivocado. Porque hay cierto anacronismo en su modo de encarar el hecho cinematográfico, como si fuera un novelista de aventuras imposibles, como si Jonathan Swift o Herman Melville se hubieran salteado un par de centurias  para -con la tecnología disponible- filmar montañas, volcanes, tribus desconocidas o tomar panorámicas de algunas porciones inhóspitas del globo. Me gusta pensar a Herzog como un niño inquieto, un boy scout de alta intensidad, socarrón e irónico, cuya aventura fundante y movilizadora (la de viajar para conocer y la del proceso de filmación que siempre está al límite de tener el costo más alto: la vida) se traduce en: filmar para descubrir, hallar algún fragmento del mundo jamás develado en imágenes. Es el Herzog que se presenta como un personaje épico retratando a los buzos en la inmensidad subacuática de la Antártida en Encuentros en el fin del mundo (2007), el que se manda en globo aerostático en la selva de la Guayana cumpliendo el sueño de Julio Verne en The White Diamond (2004), el que encuentra un paraje interplanetario después de la batalla en Lessons of darkness (1992), el que viaja miles de años internándose en las cuevas de Chauvet en Cave of forgotten dreams (2010), el capitulo más nuevo de mi corpus personal. Allí, los poderes de la naturaleza son desafiados no como muchos dicen -emparentando a Herzog con el romanticismo alemán- para hallar una cierta pureza espiritual y mística por medio de esas imágenes inexploradas; si no para delinear al mundo como algo mucho más basal, cercano y omnipotente de lo que lo imaginábamos. 

Publicado originalmente en Revista Haciendo Cine

No hay comentarios:

Publicar un comentario