Por Eduardo D. Benítez
Hay un puñado de películas de Werner Herzog
que trato de rever con periodicidad. Las miro -no sin cierta perplejidad- para
constatar que sí, que el director de Fitzcarraldo
(1982) nació en el siglo equivocado. Porque hay cierto anacronismo en su modo
de encarar el hecho cinematográfico, como si fuera un novelista de aventuras
imposibles, como si Jonathan Swift o Herman Melville se hubieran salteado un
par de centurias para -con la tecnología
disponible- filmar montañas, volcanes, tribus desconocidas
o tomar panorámicas de algunas porciones inhóspitas del globo. Me gusta pensar a
Herzog como un niño inquieto, un boy
scout de alta intensidad, socarrón e irónico, cuya aventura fundante y
movilizadora (la de viajar para conocer y la del proceso de filmación que
siempre está al límite de tener el costo más alto: la vida) se traduce en: filmar
para descubrir, hallar algún fragmento del mundo jamás develado en imágenes. Es
el Herzog que se presenta como un personaje épico retratando a los buzos en la
inmensidad subacuática de la Antártida en Encuentros
en el fin del mundo (2007), el que se manda en globo aerostático en la
selva de la Guayana cumpliendo el sueño de Julio Verne en The White Diamond (2004), el que encuentra un paraje
interplanetario después de la batalla en Lessons
of darkness (1992), el que viaja miles de años internándose en las cuevas
de Chauvet en Cave of forgotten dreams
(2010), el capitulo más nuevo de mi corpus personal. Allí, los poderes de la
naturaleza son desafiados no como muchos dicen -emparentando a Herzog con el
romanticismo alemán- para hallar una cierta pureza espiritual y mística por
medio de esas imágenes inexploradas; si no para delinear al mundo como algo mucho
más basal, cercano y omnipotente de lo que lo imaginábamos.
Publicado originalmente en Revista Haciendo Cine.
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