Desde
su estreno en 1985, Shoah se convirtió en uno de los capítulos
insoslayables del documental histórico. Por su capacidad de tensar las
posibilidades cinematográficas en torno a la exploración de los mecanismos de la
memoria.
Por Eduardo D. Benítez
“Cuando se dice con
ligereza que lo que hicieron los nazis (el exterminio) es del orden de lo
impensable o lo inabordable, se olvida un punto capital: que lo pensaron y lo
abordaron con el mayor de los cuidados y la más grande de las determinaciones.
Decir que el nazismo no es un pensamiento, o que la barbarie no piensa,
equivale de hecho a poner en práctica un procedimiento solapado de absolución”.
Las palabras de Alain Badiou-registradas en su seminario sobre “El Siglo” que
dictara entre 1998 y 2001 y publicara la Editorial Manantial- proponen una
mirada singular para pensar en torno a “El Crimen” que terminó por erigirse
como la medida “del corazón del Siglo”: abordar al nazismo como política, como
pensamiento, como una industria premeditadamente afianzada de la muerte; para
tratar de dar cuenta del horror vivido, en su descripción material y
pormenorizada. Porque suscribir a la concepción del exterminio sólo como
barbarie y por ende como un pasado de horror irrepresentable; significa negar
la posibilidad de interrogación sobre algún fragmento de lo real. Ese universo de interpelaciones sobre
la historia, es compartido por Shoah, el
titánico film de Claude Lanzmann (estrenado originalmente en 1985) que no sólo
se convirtió-a lo largo del tiempo- en una obra gestora de acalorados debates
sobre los campos de concentración y los usos de la memoria; sino que también
recuperó problemas relativos a la capacidad del dispositivo cinematográfico
para reactualizar y poner de manifiesto las reflexiones sobre las grietas
traumáticas del pasado.
Trescientas cincuenta horas de material grabado,
once años de trabajo, nueve horas de duración en lo que fue el resultado final
del film. El proceso de producción de Shoah se condice con la monumentalidad de su
propósito: dar a ver aquello que es pura invisibilidad; ir hacia el
conocimiento (incluso ante la falta de huellas) de aquella aniquilación
planificada. “Al principio del film descubrí la desaparición de las huellas: no
hay nada, es la nada, y había que hacer un film a partir de esa nada.”, dice
Lanzmann en una entrevista concedida a los Cahiers
du cinema a propósito del
estreno. Había que postular “esto ha sido” ante la falta de registros.
Situación de encrucijada, que define la mirada desde la cual observar los
acontecimientos, desde la cual tal vez se desprende
la posición ética y estética del
documental. No hay viñetas dramatizadas, no hay imágenes de archivo, no hay
ninguna banda sonora que subraye las emociones. Solo los testimonios orales de
los sobrevivientes, testigos y verdugos de los campos de concentración
(Treblinka, Auschwitz, Bélzac) y el peso del paisaje donde sucedió el desastre. Hay una austeridad de
los procedimientos y un rechazo pleno hacia la ficción. Por eso la gran enemiga representacional de Shoah es la serie norteamericana Holocausto. Descifra el propio
Lanzmann: “la ficción es la
transgresión más grave en una historia semejante: muestran a los judíos
entrando en las cámaras de gas, erguidos, estoicos, como romanos. Como Sócrates
bebiendo la cicuta. Son imágenes idealizadas que permiten todas las identificaciones
consonantes. Mientras que Shoah es cualquier cosa menos
consonante”. Aunque tampoco se trata de suscribir dócilmente al axioma de Theodor
Adorno según el cual se auguraba la imposibilidad de la representación tras
haber asistido a las aberraciones de Auschwitz. Más conveniente es invertir ese
postulado como propone Jacques Ranciére, asegurando que “para mostrar
Auschwitz, sólo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una
ausencia, porque su trabajo mismo es el de dar a ver algo invisible, a través
de la potencia regulada de las palabras y las imágenes, porque es, entonces, lo
único capaz de volver sensible lo inhumano”
Shoah hace un uso
exploratorio de los materiales existentes. Sobre el vacío de las imágenes,
erige un andamiaje narrativo basado en la palabra y el gesto de los
entrevistados confiando a las capacidades del cine su poder evocador. Hay una
fuerza extremadamente vivaz (y porque no, escalofriante) en Shoah, que resulta de una pericia
obsesivamente puntualizada a través de la oralidad de los sobrevivientes. El
ejemplo más conmovedor tal vez sea aquel en que el peluquero polaco Abraham
Bomba -en la minuciosidad del reportaje- describe cómo se le encargó cortar el
cabello de las mujeres, en los momentos previos a que fueran enviadas a la
cámara de gas. Allí el entrevistado se quiebra y entra en sollozos; contra lo
que esperamos, se deja escuchar en off la voz del director: “siga, es
necesario”. Podría objetarse esa porfía impiadosa, exigir el respeto de una
mínima distancia. Sin embargo, como si se tratara de un efecto exorcizante; Lanzmann
insiste en captar cada detalle del relato como un nudo tensional que sirve de
contrapeso frente a la voluntad del olvido. “Frente a la desaparición”, el arte
asume el desafío de arrojar luz sobre hechos que ya no pueden ser negados.