Por Eduardo D. Benítez
¿Cuándo fue que le diablo metió la cola en los asuntos del
séptimo arte? Para el cineasta y teórico Jean Epstein no será sino a partir de
un desfase producido en el seno de cierta mentalidad medieval.
Proposiciones epocales antitéticas entre la doctrina cristiana y la ciencia,
darían origen a la inserción demoníaca en la historia de las innovaciones
técnicas. En ese carril, el autor describe la instauración de dos maneras de
explorar el mundo que interpelaron la visión eclesiástica: lo microscópico
(descubrimientos microbianos y más) y lo macroscópico (lentes astronómicos para
observar los astros, etc.). En el devenir de ese instrumental, Epstein ubica al
cine preguntándose si aquello representado en la pantalla “¿pertenece a este
linaje antidogmático, revolucionario y libertario, en una palabra, diabólico,
en el cual se inscriben las filosofías del catalejo y de la lupa?”. Para luego
proponer que “los fantasmas de la pantalla tienen otra cosa para enseñarnos que
sus fábulas de risas y lágrimas: una nueva concepción del universo y nuevos
misterios en el alma”. Entonces, si Dios es “la voluntad conservadora de un pasado que
pretende perdurar”; la idea del Diablo, en contraste, quedará irremediablemente
asociada al cine en tanto motorice “la energía del devenir, la esencial
movilidad de la vida, la variación de un universo en continua transformación”.
Escrito en 1947, este libro se propone revisar la historia del cine hasta ese
momento, según un eje inédito, francamente osado y estimulante: lo demoníaco
como atributo fundante del dispositivo cinematográfico.
Reseña publicada originalmente en Revista Haciendo Cine.
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