viernes, 15 de octubre de 2010

UN EXTRAÑO EN EL PARAÍSO




El corazón de Jim Jarmusch vuelve a arder en Los Límites del Control, su último largometraje. Historias de un realizador furtivo entre las factorías del espectáculo. 

Por Eduardo D. Benítez

La circulación Jarmusch y el estado del tránsito.

Cuando muchos esperaban una compulsa mainstream para el film posterior a Flores Rotas,  Jim Jarmusch nos sorprende tal vez con su película más radical y de mayor austeridad estética y narrativa: Los límites del control. Con Flores Rotas (un poblado de estrellas para lo acostumbrado en Jarmusch que va desde Jessica Lange a Sharon Stone) había obtenido las loas y premios festivaleros posibles (Gran Premio del Jurado en Cannes, 2005) para catapultar una relación más fluida con la industria. Sin embargo Jarmusch dijo No -una vez más- a los condicionamientos de Hollywood y confirmó su posición de luchador inclaudicable por sus principios ideológicos. El espesor sembrado en la siguiente frase del director ilustra un poco lo antedicho: "Hollywood no viene a preguntarme cómo hacer sus negocios, por eso yo no quiero que venga a decirme a mí qué hacer de mis películas. No tengo nada en contra de ellos, pero prefiero tenerlos bien lejos. La belleza y el amor que siento por el cine radican en su capacidad para ofrecer distintas miradas sobre el mundo. Quiero poder elegir en libertad mi propio camino para contar una historia y cometer mis propios errores. Yo quiero hacer películas como surjan y no me gusta para nada que alguien, solo porque tiene dinero, me diga cómo debo hacerlas". Se trata de reclamar una posición de autonomía con respecto al material creado, de señalar –justamente- Los Límites del control a una maquinaria económica de posproducción-distribución-exhibición que no pide permiso nunca para reproducir su acostumbrado funcionamiento. 

 Ese entramado de determinaciones existente en el sistema de distribución y exhibición de los films ya había sido observado diez años atrás en el libro Las guerras del cine. Retomemos el caso que da el autor del libro –el gran crítico Johntan Rosenbaum- acerca del maltrato sufrido por Jarmusch cuando la ex Disneylandiana distribuidora independiente Miramax estuvo a cargo del estreno de Dead Man, ese western alucinatorio protagonizado por Johnny Depp: “Tan pronto como quedó claro que Jarmusch, protegido por su contrato y por ser propietario del negativo de la película, no iba a permitir que Miramax hiciese un montaje distinto de la película para su estreno en los Estados Unidos, la falta de entusiasmo del distribuidor por el film se hizo obvia y se manifestó de varios modos. Por ejemplo, cuando el programador de una retrospectiva de Jarmusch conntactó a Miramax para proyectar la película, le dijeron que no lo hiciera porque era una porquería.” La coherencia en sus marcas de estilo, la obstinación por seguir fiel a sus obsesiones hacen de Jim Jarmusch el más concreto ejemplo de cineasta desobediente, ese que ni se inmuta ante los desaires de distribuidores rosqueros. 


Estrenada de manera limitada en Estados Unidos, Los Límites del control tuvo una lánguida campaña de distribución y promoción y corre el riesgo de pasar desapercibida incluso en la Argentina. Dado los problemas de distribución que tiene el cine en el mundo contemporáneo, muchos directores están dando cuenta – con sus declaraciones- de un estado cinematográfico en el que tal vez no sea tan indispensable estrenar las películas en salas comerciales; comienza a pensarse seriamente en nuevos modos de difusión que contemplan una proliferación cada vez mayor de salas más pequeñas, cineclubs, el directo a DVD e incluso el ciberespacio. Uno de esos adalides de la distribución neorromántica es Jim Jarmusch, quien ha dado tal vez una de las grandes películas del año. Es por eso que La Otra no quiso perder oportunidad de homenajear a esta película: una verdadera joya perdida en medio de un vasto paisaje audiovisual poblado de explosiones FX, comedias light y superhéroes reciclados. 

El cazador oculto

 Creo que lo que Jarmusch quiere decir es que si despojas a una historia hasta lo más esencial, te queda muy poco. Me pregunto cómo vendió la idea a sus inversores.” La frase de Roger Ebert -el crítico-dinosaurio de la ciudad de Chicago- en su reseña sobre Los límites del control delata  no sólo una visión unidimensional sobre la construcción del relato cinematográfico, sino que revela la aproximación al film a través de la vara del merado como dimensión única y fundamental para su visionado.  Nada más alejado a este juicio mercantilista, resulta ese alegato sobre el arte contemporáneo que supone el film Los límites del control. Pero ¿de  qué va la última obra del rey del cine under norteamericano? Se haría justicia si dijéramos  que es un relato de suspenso encriptado sobre la base una novela criminal existencialista. Seguiremos el recorrido de un hombre circunspecto (en la piel de Isaach De Bankolé) en sus encuentros misteriosos con personajes de lo más excéntricos por diferentes ciudades del mundo. El motivo de su viaje, de sus contraseñas, de su rictus duro nunca será develado de manera sencilla, si no que hará falta nuestro esfuerzo interpretativo. Pero…para hablar de Los límites del control, habría que empezar diciendo que la fotografía está a cargo de uno de los más grande D.F. del mundo. Sí, estamos hablando de Christopher Doyle, director de fotografía de –por ejemplo- Paranoid Park, 2046, Con ánimo de amar. Y en esta última película de Jim Jarmusch la impronta de Doyle se hace presente. Cada plano es un deleite donde la mirada es invitada a perderse entre sus propiedades plásticas. Se hace difícil arrancar de la memoria retiniana las imágenes de Tilda Swinton vestida de un puntilloso blanco caminando por los corredores de Sevilla protegiéndose del sol con un paraguas transparente; o esa secuencia en la que el hermético héroe del film hace tai chi en el baño de un aeropuerto. Cazador solitario como su director, el personaje encarnado por Isaach De Bankolé en Los Límites del control es un tipo que resuelve sus misteriosas prácticas de la manera menos ortodoxa, movilizado por convicciones que desconocemos pero que intuimos irrenunciables. No sólo es un héroe que trabaja “sus asuntos” al margen de la ley como tal vez demanda todo thriller que se precie, sino que lo hace de manera extraña a lo que se espera de la institución criminal trabajada en este género. Allí está nuestro cuasi misántropo practicando yoga, rechazando –ascético- los más elementales placeres de la carne y militando por delinquir sin ningún tipo de armas de fuego.

Jim Jarmusch también es Norteamérica

Si existe un director coherente y fiel a su visión del mundo dentro de los Estados Unidos es Jim Jarmusch. Un tipo que declara que jamás filmaría en digital, que asume su rol de narrador de ese pedazo velado de Norteamérica que es el arrabal profundo, el suburbio de la cancioncita prostibularia de Tom Waitts y John Lurie. El que nos hace pasear por el calor de  Sevilla, Madrid y Almería como si fuera nuestra casa. Sea Nueva Orleans, Nueva York, Madrid o Andalucía, la ciudad que construye el director de Extraños en el paraíso no se parece en nada a los sueños de la metrópolis High Tech de la industria Hollywoodense. Nada de pulcritud ni asepsia de efecto especial, el imaginario citadino de Jim Jarmusch se parece un poco al tarareo melancólico del caminar sobre el empedrado mojado del barrio natal; en uno de esos días hermosamente grises, con iguales dosis de encanto y hostilidad. El intento por representar esa metafísica angustia cotidiana con el sello de la urbe a veinticuatro fotogramas por segundo. 

Artículo publicado originalmente en Revista La Otra nº 24

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