viernes, 10 de junio de 2011

EL CINE DE SOFIA COPPOLA




De actriz de reparto en El Padrino a directora abanderada  de la nueva camada de jóvenes directores norteamericanos. Un recorrido por la filmografía de Sofía Coppola.


Por Eduardo D. Benítez

 Sofia Coppola puede ser considerada como la princesa joven del cine indie norteamericano. Si, está bien: es evidente que –por nombrar otra figura femenina- Kelly Reichardt jamás contó con las posibilidades de financiación que sí tuvo la hija de Francis Ford. Pero eso no hace menos estimable la convivencia generacional, temática e ideológica de muchos directores surgidos allá a finales de los años noventa (Spike Jonze y compañía). Además ¿Por qué no aprovechar las dádivas que pudieran salir de esa cantera paternal llamada American Zoetrope? Si después de  realizar Drácula -su última gran película- papá se fue en viaje de negocios con indefinida fecha de regreso a las costas del buen cine (¿la aporteñada Tetro es nuestra última esperanza, F.F.?), qué mejor que  descontrolar la casa y hacer de esa herencia cinematográfica la plataforma de despegue para afirmar una mirada personal que conjuga decadentismo glam con exhaustivos comentarios sobre el desamparo de la comedia humana. 

 Nacida de la gema neoyorkina, después de realizar un corto titulado Lick the Star (1998) donde ya prologaba sus preocupaciones temáticas, la realizadora daría un puntapié inicial contundente con su primer largometraje. Las vírgenes suicidas (1999) fue prohibida para menores de 18 años en su momento de estreno evidenciando que para la sociedad americana el tema del suicido representa tabúes inquebrantables. Tal vez sea su film más trágico, envolvente, hipnótico. Basado en el libro homónimo escrito por Jeffrey Eugenides, que había recibido reproches por sostener una visión misógina, la joven directora explora aquí el universo femenino en su estadío teenager con gran elegancia, describiendo zonas de armonía envenenada en los suburbios neoyorkinos. Nos encontramos a mediados de los setenta: una voz off y un gigantesco flashback delinean el primer enamoramiento de un grupo de chicos y chicas en una edad donde la inocencia se halla en retirada y las ganas de seguir ahí, viviendo el sueño mágico de la pre adolescencia, parece envolverlo todo. De un lado cinco hermanas encabezadas por Lux  (Kristen Dunst) hacen lo que pueden para sortear la mano autoritaria de sus padres, agravada la situación cuando una de ellas – Cecilia- opte por el suicidio con sus escasos doce años. Del otro lado de las paredes represivas donde las hermanas se aburren a diario, el vouyerismo púber de los vecinos mocosientos, la práctica masturbatoria sostenida en la retina, casi pulcra, respetuosa. Los chicos convierten en relato la desdicha de las hermanas Lisbon, haciendo hincapié en la fuerte fascinación que produce esa mezcla de belleza en estado puro y lo siniestro de su entramado familiar.

 El malestar -ya no adolescente- y el aburrimiento serían motivo filmable de su posterior película. Perdidos en Tokio (2003) comienza con la imagen del culo de Scarlett Johansson en pose renacentista. Es un inicio luminoso porque anticipa –la abulia en su gesto reclinado, en el color pastel de la ropa interior- la deriva lánguida que experimentarán los protagonistas en la gran urbe nipona. Perdidos en Tokio es el cruce azaroso de dos personas en su visita por Japón. Ella -la joven y hermosa Charlotte- está allí para acompañar a su novio fotógrafo (casi una estrella pop insoportable). Él es un conocido actor norteamericano (un Bill Murray impecable) que viaja hasta allí para participar en una publicidad de whisky. La película gana espesor cuando elige contar con tiempos muertos y al ritmo lumínico del neón, el errabundeo de los personajes en el país del sol naciente. Visitar santuarios, darse cita en un puterío, hacer karaoke en una noche de borrachera: todo eso conformará la gesta sentimental de la pareja protagónica. Sin embargo, el film pierde algo de esa intensidad cuando la descripción de esas dos personas que pasean su amargura en su breve diáspora parece resumirse en comentarios subrayados a golpe de chiste fácil, de broma banal sobre un país cuya lengua y costumbres desconocen por completo, cuando hacen de su encuentro fortuito la burbuja con que separarse del mundo que los circunda. Al retratar cierto choque cultural como accesorio de una sorna insustancial, el cine pierde. De todos modos, no todo es reprochable en el segundo trabajo de Sofía. En una de las escenas -que probablemente se encuentre entre las mejores figuraciones de la soledad y el desarraigo que dio la historia del cine- los personajes tomados en plano cenital descansan en la misma habitación, la misma cama. Scarlett dice que su vida está estancada y pregunta a Murray si aquello en un futuro mejorará. Y él contesta que no. Al ver el gesto desilusionado de ella, enseguida se contradice: sí, dice. Luego sonríen. Quedan en silencio. Apenas se rozan. Es la situación de mayor intensidad física entre ambos y sin embargo la sensación es de un profundo desamparo. Capacidad minuciosa que tiene el cine de Sofia Coppola para describir esas escenas cruciales de nuestra vida que en su nimiedad se nos escapan, y que sin el poder de registro del cine consideraríamos anodinas.

 Su tercer film María Antonieta (2006) es un trabajo demasiado atmosférico como para consagrarse ante aquellos que buscan un costumbrismo en el más mínimo detalle. Y allí radica tal vez el desafío de la directora, que le escapa a la ortodoxia del biopic y nos regala el film más osado de su carrera. Si hay algo que elogiar de María Antonieta es la no espectacularización de la figura retratada. Se podría haber optado–por ejemplo- por acompañamientos sonoros de violines y fanfarrias. Si algo desea este film es hacerle una sofisticada gambeta al protocolo de género, de allí los tiempos reposados con que se trabajan los planos, el rock estridente amenizando el acartonado corset de época. Al igual que el film en su conjunto, la joven reina se rehúsa a ceñirse a los procedimientos Reales de las buenas costumbres. La María Antonieta que imaginó Coppola es una especie de rebelde marca rococó que hipnotiza con sus fugas adúlteras y sus borracheras de champagne: no asistimos más que a un recorrido por la historia del Gran Ocio. Un personaje con potencial punk, contestataria en voz baja ante las represiones de su tiempo. Hasta aquí Sofía Coppola despliega –como en un caleidoscopio- tres intensas miradas sobre el universo femenino. Habrá que hacer el viaje hasta Somewhere para saber cómo mira a los hombres caer.




Artículo publicado originalmente en Revista Haciendo Cine

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