Por Eduardo D. Benitez
“Este es el lugar más silencioso del mundo.” La frase se
deja escuchar promediando Stalker. Si
hay algo perturbador, que amenaza con inquietar nuestra situación de
espectador, en este titánico film de Andrei Tarkovski es ese silencio que se
propaga como una potencia mística; o como su reverso más temible: la voz susurrante de la naturaleza que
nutre La Zona. Por eso, para penetrar en ella hay que ser inmensamente
sigiloso, como un gato en el tejado eludiendo silencios, ecos, rumores de
maleza balanceada por el viento. Ese es el gran desafío de los tres hombres que
se aventuran –un Profesor, un Escritor y el Stalker: guía y conocedor de este
inhóspito paraje- al tratar de ingresar en esta región cercada por alambres y
custodiada por el aparato represivo del Estado: la de encontrarse nada más que con
un metafísico mutismo.
En Stalker, la
ciencia ficción se encuentra despojada de sus más elementales atributos, es un
género arrasado que sirve simplemente para oficiar como soporte de una vacuidad
acechante. La dimensión más descarnada de la exploración del sci fi que hace el director ruso, es
aquella que genera un indescifrable extrañamiento cuando se nos revela ese otro
mundo misterioso llamado La Zona con la apariencia del mundo que nos circunda
cotidianamente. No hay mundos paralelos, ni epopeyas intergalácticas ni
alienígenas en Stalker. Sólo encontramos
allí las coordenadas saqueadas de nuestro propio mundo: una geografía devastada
por un aparente meteorito, tanques carbonizados, autos oxidados, el pastizal y
la humedad asfixiantes. Una evidente referencia a la vetustez y la
irreversibilidad de la guerra: “en el
pasado se pensaba que alguien nos quería conquistar” balbucea la voz
meditativa del Profesor. Como si ante las innumerables catástrofes naturales,
bombas nucleares (¿predestinación del desastre de Chernóbil?), etc., Andrei Tarkovski
nos sugiriera que todo lo que queda por hacer es callar y contemplar las
ruinas…
Sin embargo, el retrato de ese incógnito desastre no
desalienta la expedición. Se sabe que la voz popular ha cimentado el mito sobre
la existencia de La Zona: un lugar que cumple los deseos al ocasional
visitante. Hete aquí la excusa fundacional con la que los tres nómades
emprenden su viaje y el guiño esperanzador del director para que lo atravesemos
con ellos asumiendo los riesgos. De todos modos, en el periplo de nuestros tres
héroes no podemos ver el presagio de una configuración alentadora del mundo,
más bien vislumbramos una melancólica filosofía del abandono. La elegía del
Profesor, el Stalker y el Escritor no nos orientan a través del porvenir de un relato-catarsis (tal vez sólo engañosamente), sino que nos
pasean por los rastros elusivos de su propia pérdida de mundo. Por eso la
ciencia ficción de Tarkovski no imagina futuros posibles, sino que mantiene una
triste y profunda ligazón con el pasado. No parece desacertado porque, en este
punto, podemos conjeturar a un Andrei Tarkosvki como representante de un cine
como arte total, decimonónico, a la búsqueda de un pasado creativo que redima y
trabaje las cuestiones del espíritu. Tarkovski como último romántico regala tal
vez su más visionaria y lírica mirada desde las ruinas.
Reseña publicada en Revista Godard!
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