La
temporalidad parece no concordar. Por lo menos si nos basamos en el prejuicio, en
eso que describe una apariencia perceptual ajena al formateo de los usos y costumbres
del vestido y del decir en este
mismísimo Siglo XXI en el que estamos inmersos. Peinado con gomina, delineado
según la prolijidad de un bigote altanero, encorsetado en traje y moño que
ostentan una respetable hidalguía. Sergio Pángaro parece salido de un tiempo
donde lo arrabalero no excluía necesariamente la galantería, el gusto por la sofisticación,
donde un fraseo poético constante dinamiza el ida y vuelta de la charla. Si nos
pusiéramos cinéfilos, lo ubicaríamos fácilmente como protagonista de algún
policial negro de los años cincuenta, donde el humo del tabaco y la copa de
whisky a medio empinar forjasen la dinámica de cada escena. Y algo de todo esto
sucede en el entrecruzamiento que Sergio Pángaro hace entre vida y arte. O en
el borramiento de sus límites. En su versatilidad y vocación prolífica, no sólo
alzó las banderas del buen gusto con su remisión a las décadas de oro del
bolero y el mambo con una banda que hoy tiene veinte años, Baccarat; sino que protagonizó un film hilarante sobre
el mundillo del arte (El artista de
Mariano Cohn y Gatón Duprat), realizó la banda de sonido de varias películas
(entre ellas Animalada de Sergio
Bizzio), y hasta escribió una novela exquisita titulada Los señores chinos, reafirmando en cada trabajo su voluntad de
experimentación en diversos lenguajes artísticos.
Sergio Pángaro presentó El Cisne Negro, un
show donde el jazz, la actuación y la narratología se dan la mano en un marco
escenográfico que, podría decirse, está casi hecho a su medida: el Bebop Club.
Sobre estas y muchas otras cosas más conversamos en la entrevista que sigue a
continuación.
-Solés visitar San
Telmo, Constitución, Barracas… ¿Qué cosas te convocan de esos barrios?
Viví varios
años en San Telmo y Constitución. Barracas tiene el bar “El Progreso”, la
sedería “José” y la casa de los leones. Lo sé por Amalia Sato, cuyo padre vivió
ahí en la época en que los japoneses habían inmigrado. Constitución es el
primer encuentro para quien viene de La Plata, como yo en los años ’90.
Constitución como San Telmo son de una arquitectura sorprendente, igual que
Barracas. Es como un Titanic hundido al que el despojo del tiempo no le quitó
la elegancia. El contraste actual con los comercios alternativos y las
travestis enmarcados en fachadas señoriales, es uno de los espectáculos más
fascinantes del mundo. En San Telmo conocí a Enrique Symms, Bam Bam, Miranda,
el bar “Bolivia”. En el “Británico” pasamos noches hablando de literatura,
intercambiando textos. Viví en el edificio Marconeti frente al Parque Lezama
cuando estaba íntegramente “tomado” por artistas. También me refugié en un
conventillo de candomberos uruguayos.
-¿Cuál es tu relación
afectiva con esa zona de la Capital Federal?
La siento
como parte de mi “bautismo” porteño.
-¿Por qué se te asocia a
veces con el “estilo lounge”? ¿Te
sentís identificado con ese casillero estilístico o con otros géneros o estilos
musicales como el rock?
El lounge nos quedó cómodo cuando quisimos
pronunciarnos en contra del rock. No de la música Rock, sino del Rock como
cultura institucional. En los ’90 el rock había dejado de ser rebelde, había
tomado espacios de poder, así que para rebelarse contra eso, una salida
ingeniosa era asociarse con la cultura de los padres del Rock, de la música
complaciente pre juvenil. Claro que los que pretenden que Baccarat es música de
cocktail, es que no nos escucharon.
-¿Cómo surgió la
búsqueda de lo retro, que se convirtió en una marca en todos tus trabajos?
¿Es algo presente sólo en tus producciones artísticas o es una elección de vida
también?
A partir de
esta elección artificial, casi política, me fui identificando sin querer con
los usos y maneras de la Argentina de posguerra. Quizás fantaseando con un país
pujante y una sociedad fraternal. No es que crea en un paraíso peronista, eso
fue pura propaganda fascista, pero en lo personal trato de hacer de cuenta que
todos vamos hacia el mismo lado.
-En términos estéticos…
¿cómo construís tu inscripción en el presente con ese reenvío tan fuerte a
cuestiones del pasado que tienen tus proyectos?
Si uno mira
con cuidado todo se repite. A mí la historia me ayuda a no perderme en
anécdotas y nombres propios. Todo empieza a verse parecido a signos en una
operación matemática. La matemática es infinita pero me ayuda a no
identificarme afectivamente con cosas que van a caducar tarde o temprano. Un
traje va a caducar, pero hay cosas que caducan fatigosamente más a menudo. Ir
detrás de las últimas tendencias es ir inexorablemente por detrás.
-¿Cómo surgió el proyecto
de El cisne Negro?
A Mariano
Gianni se le ocurrió hacer un espectáculo que reuniera lo qué más fácil me
sale, cantar jazz e inventar historias. Esta es la historia de un cantante al
que sus iniciativas se las frustró constantemente el devenir de la Historia,
como por ejemplo la guerra de las Malvinas. El cisne negro ganó premios en festivales
europeos. Tenía un plan maestro para adueñarse del mercado pop, pero el rock
nacional frustró sus ambiciones. Un poco como la realidad.
-¿Podrías describir de
qué se trata ese proyecto?
El cisne
negro es un personaje caprichoso, de humor inestable con una teoría para todo.
Entre canción y canción participa sus ideas a un auditorio perplejo que va
sintiéndose a gusto a medida que la música del trio de jazz va ganado su
confianza. Al final se establece una complicidad, sin necesidad de aclarar nada.
Todos tenemos un cisne negro en lo profundo, algunos más evidente que otros.
-No es tu primer ciclo
con El cisne Negro en el Bebop. ¿Qué cosas te seducen de ese espacio para
volver a trabajar allí?
Es un lugar
íntimo y elegante, un marco ideal para una propuesta clásica que se
permite algo de experimentación. Al mismo tiempo la atención y los tragos son
excelentes.
Entrevista publicada originalmente en Revista Telma.
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