sábado, 24 de septiembre de 2011

MACHETE EN MANO



Por un cine popular, visceral e irreverente. Surgida de un falso tráiler, Robert Rodríguez entrega -en una muestra de libertad creativa- su mejor película hasta la fecha: Machete.

Por Eduardo D. Benítez

La bestia pulp está de vuelta. Y al parecer, una especie de Movimiento Antropofágico trash existe en cine. Por lo menos eso puede confirmarse en la filmografía de Robert Rodriguez, coronada por su última película Machete (2010).  Se puede enlazar a este hermano díscolo de Quentin Tarantino con la corriente de vanguardia brasileña,  no sólo por la reivindicación de cierto primitivismo (del cine); sino que los liga también, la capacidad de fagocitar -sin jerarquizar- elementos dispares de la historia de la cultura toda. Pero si el movimiento latinoamericanista liderado por Oswald de Andrade forjaba un mestizaje de corrientes estéticas para hacerle contrapeso a una mirada eurocéntrica, el canibalismo del autor de Sin City adquiere un espesor de pastiche con pretensiones universales y totalizadoras. El cuasi chicano profesa feliz una patología del linkeo: su marca personal es convocar estilos postergados, como remanentes culturales. Esos que hace algunas décadas formaban la pata marginal para el mundillo de un arte demasiado “serio” y “respetable” como para entender que el exploitation, el comic, el gore, el policial folletinesco, el video clip, la serie televisiva son parte nutricia de un verdadero cine de masas. 

ME DICEN QUE DIGA QUIÉN SOY

¿Pero cuál es el genuino Robert Rodríguez? ¿El que emprende aventuras para niños o el que elucubra relatos de músicos populares con potencial sanguinario? ¿El que hace encarrilar su cine por las vías de lo artesanal o el que juega en las grandes ligas con presupuestos vigorosos? Es cada uno de esos directores y todos a la vez.  Conjugando en un caldo único diversos retazos estilísticos, Rodriguez hace su propia crónica de legitimación autoral.  A la vez clásico y contemporáneo. Con sus remisiones nostálgicas hacia el pasado, pero también con su anclaje en conflictos del presente, el director gesta el mosaico, el recorrido museístico de los objetos cinéfilos que adora. De hecho por medio de esa pista de aterrizaje de toda película que son los créditos de inicio R.R. ya nos invita a dar un paseo por una especie de memoria viva del cine. En Planet Terror viajamos a las salas de doble sesión de los años setenta, al celuloide gastado, a los espectáculos a go-go en bares de “mala muerte”. En La balada del pistolero y Erase una vez en México, las secuencias iniciales hablan de un lejano oeste revisitado en las espuelas pulcras de Antonio Banderas, de vaqueros modernos que pasan a la acción en ralenti. Los créditos de Sin City y Machete prologan en clave viñetas el derroche de sangre que veremos durante lo que duren los films. 

TRES SON MULTITUD

Los entretelones de la producción de su primer largometraje traen aires míticos. Para financiarlo, RR se ofrece como conejillo de indias para un experimento científico sobre el efecto de ciertas drogas. De esa aventura obtiene los 7.000 dólares que costó El Mariachi (1992), película basada en un culto pasional por lo berreta y que inaugura una trilogía de neowestern chicanos. Nadie imaginaba que un tipo podía  ganar el premio del público en el Festival de Sundance realizando un film con ese escueto presupuesto. Un héroe de básicas ambiciones –ser simplemente un cantor popular- que termina envuelto en una trama de narcotráfico por amor, le bastó a su director para demostrar que se podía invertir mucho corazón ante la escasez de recursos y obtener célebres resultados. Pero todo el desparpajo y la frescura amateur característica de esa ópera prima, se pierde en las otras dos patas de la trilogía. Más remilgada pero con buenas intenciones es la secuela  La balada del pistolero (1995), que llevó a la fama a la pulposa Salma Hayek e hizo visible –tres años antes de calzarse la máscara de El Zorro- a Antonio Banderas en tierras yanquis. Pero cuando llegamos a Erase una vez en México (2003) las cosas se ponen peores. Ni el dream team actoral la salva del archivo de las películas fallidas. Ni Johnny Depp como un trastornado agente de la CIA, ni Willem Dafoe como archi villano funcionan en este film donde los chistes toscos y la búsqueda de cierto preciosismo visual le inclinan la cancha a su filmografía. Aquí -incluso con un presupuesto abultado- Rodríguez tiene el síndrome del genio creativo en retirada. Pero…director inagotable y fascinado por armar trilogías, también se le animó al cine dedicado a los más chiquitos.  Con aventura y acción para niños y adultos, la trilogía de Mini espías fue -entrega por entrega- un éxito de taquilla. 

            DOBLE TRACCIÓN

El genio creativo de R.R se afianza en el trabajo conjunto con su 
amigote Quentin Tarantino. Del crepúsculo al amanecer (1995), otro de los grandes momentos en la filmografía de Rodríguez le debe mucho a esa relación. Después del experimento de una película de dirección coral (Four Rooms, 1995) la imaginería de Tarantino anida en prácticamente cada film realizado por el texano. Su participación como guionista en Del crepúsculo al amanecer confirma la mezcla explosiva de esa fuerza conjunta: un verdadero film mutante que cambia de piel (de género, de intensidad sanguinolenta) radicalmente. Lo que comienza como una road movie se vuelve épica vampírica con un George Clooney joven, desencajado y de moral inmune, tal vez en una de sus mejores gestas. Junto a Tarantino también realizaría la mejor adaptación de una historieta hecha en cine (sin contar Spiderman de Sir Sam Raimi, por supuesto). Más allá de que Sin City (2005) toma prestada casi a rajatabla la maquinaria retórica del lenguaje historietístico (encuadres, trabajo en la paleta de colores, etc.); la historieta de Frank Miller cuadraba justo para ser llevada al cine por este tándem: exaltación de la violencia, personajes masculinos de un romanticismo virulento, las mujeres arrojando luz sobre el velo corrupto y sombrío que cubre la ciudad. El trabajo en dupla llega hasta Grindhouse (2007), un proyecto que homenajea a las salas donde se proyectaban películas del género exploitation de bajísimo presupuesto –en doble programa- en la década del setenta. Para esta obra conjunta, Tarantino produjo Death Proof y Rodriguez Planet Terror. Esta última un festín de vísceras y escatologías varias que festeja al cine de zombies sin el delirio creativo habitual de su director. De todos modos, de esa película algo fallida surgiría la desmesurada maravilla que es Machete (2010).

MACHETE, HERRAMIENTA POLÍTICA

Surgida de un falso tráiler incluido en Planet Terror, el personaje que encarna Danny Trejo (eterno actor de reparto finalmente en un protagónico) resume muchos de los motivos recurrentes en la obra de Robert Rodríguez. Ex federal convertido en mito popular, Machete transita la barrera fronteriza entre México y EEUU donde las conspiraciones corruptas marcan el timing diario. Hay narcotraficantes (Steven Seagal), un sheriff impiadoso (Don Johnson), una organización revolucionaria comandada por una sexy latina (Michelle Rodríguez), un senador caricaturesco (Robert De Niro) y subtramas familiares con cuotas de perversión (Linsday Lohan se la juega). Y en medio de esa compleja trama Danny Trejo (Machete) crea del barro a nuestro Charles Bronson latinoamericano y revolucionario casi por accidente. Rodríguez hace en Machete un cine bastardo, que no tiembla ante la deuda de un paternalismo de estilos importados; sino que asume su especificidad en el reciclaje mismo. Reivindicación tercermundista desde dentro de los estudios. Mientras Hollywood se le atreve al comentario político en clave de futurología, de neo matrix al cubo en incepciones nolanyanas, entre tanto avatar que alerta sobre el desastre natural y la digitalización de nuestros cuerpos en los años venideros; Machete hace acción curtida en el bajofondo texano y juega a señalar un aquí y ahora inminente: la electrificación de la frontera norteamericana, el republicanismo saliendo de cacería a buscar mexicanos en su diáspora famélica.  


Los personajes de Robert Rodríguez –más o menos verosímiles, no importa- son un bestial aglutinamiento de mitos, una rejunte de caracteres de la infinita comedia humana. Grotescos y sofisticados; crueles y sensibles, dispuestos a morir por sus convicciones o a retraerse preservando su individualismo. ¿Es posible salir ilesos ante tamaña ambición por conjugar realismos?

 Atículo publicado originalmente en Revista Haciendo Cine nº 110

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