lunes, 4 de abril de 2011

LAZOS DE SANGRE Y EL DRAMA SUREÑO




Lazos de sangre es una crónica tensa y realista que desgaja el Missouri profundo de manera inédita. El cine americano jamás retrató con tal veracidad el clima sórdido de sus estados del sur. A propósito de su estreno, en esta nota se recorren algunas aproximaciones tímidas que Hollywood viene esbozando para hablar de esa cruda realidad sureña, de esas tierras olvidadas.


Por Eduardo D. Benítez

Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.” La cita es de la excelente novela Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy, y grafica el corajudo temperamento de la heroína delineada por Debra Granik en Lazos de sangre. De hecho, ese vigor descripto por McCarthy guarda relación con la frase que la joven Ree le espeta al cobrador de finanzas que anuncia que perderá su casa y quedará en la calle con sus dos hermanos y su madre autista, si el cuerpo de su padre (Jossep Dolly) no aparece. “Lo voy a encontrar. Soy una Dolly hasta los tuétanos.” dirá Ree y afirmará su incólume posición de hacer el periplo angustioso para dar con su padre. Ante la amenaza de perder la propiedad familiar, hallar el cuerpo desaparecido del padre se le impone al personaje como una necesidad vital, tanto simbólica como material, dado que tendrá que demostrar con su cuerpo que él no se ha dado a la fuga. La acción transcurre en un pueblo inhóspito del estado de Missouri, donde el personaje interpretado por la estrella inesperada Jennifer Lawrence teje y desteje negociaciones con los personajes más siniestros de la zona, dialoga con vecinos y familiares para encontrar pistas que develen qué ocurrió con su padre. Y en ese camino -en el que algunos dan pistas, otros deciden no ayudar por temor, otros por algún rédito económico- Ree nos va abriendo una ventana hacia el olvidado mundo del sur de los Estados Unidos. A veces con un tono escalofriante, pero más por la simple crudeza que impone la descripción de la realidad local que por un regodeo espectacularizado de la violencia. 

 El drama sureño puro y duro retratado en su justa austeridad. Muchas veces, la figuración de ese drama sureño tan caro a la sociedad norteamericana y a la cinefilia de todo el globo se selló en Hollywood como un pacto. Un pacto de sangre que enlaza a los filmes del género con una factoría audiovisual obstinada en la descripción de la conflictividad humana y social a través de resúmenes de psiquiatría o de mística religiosa.


 En los últimos días este cronista vio el último trabajo de Michael Winterbottom, The killer inside me (2010). En ese largometraje, Casey Affleck interpreta al ayudante de un sheriff de un pequeño poblado de Texas que tras un trauma psicológico de la infancia inicia un raid de asesinatos convirtiendo “el inhóspito sur” en una zona de cacería. Winterbottom cree expandir el cine noir con un touche provocador y filma una de las escenas más miserables de la historia del cine, cuando decide explicitar en primeros planos sostenidos, la manera en que el psicópata protagonista desfigura a golpes a la prostituta encarnada por Jessica Alba. Bajo la visión de Winterbottom, los desenlaces sádicos y extremadamente cruentos aparecen como la simple transfiguración de un hombrecito con cara angelical “poseído” por el Mal. Así de difícil parece presentársele a Hollywood el trabajo de procesar los traumas enraizados en su profundo sur (el atentado a la diputada Giffords en Arizona todavía no fue reconocido como un hecho de violencia política, sino que es leído como la catastrófica irresponsabilidad de un joven autista devenido psycho killer). 

Shotgun Stories (2007), la estimable película dirigida por Jeff Nichols, esboza una aproximación a medias sobre estos temas. En el estado de Arkansas, con los campos de algodón como telón de fondo, tras la muerte de un hombre de pasado alcohólico y golpeador se agudizan las asperezas entre dos núcleos de hermanastros. Unos han sido abandonados por el recién fallecido cuando niños; el otro grupo de hijos pertenecía a la familia “oficial” que  formara el hombre al ser “recuperado” tras abrazar el cristianismo. La acción termina concentrándose casi exclusivamente en un pivoteo de odios y venganzas entre los hermanos de las dos partes de la familia; sin embargo el film no escatima en comentarios al pie sobre las escasas oportunidades laborales, con identificar el odio y la marginalidad con problemas que se enraízan en lo social, con la posibilidad de describir al otro (el grupo de hermanastros que tiene en la vereda de enfrente se le presenta como la otredad última) como un blanco, ya no a exterminar sino a dispensar. En esta resolución política de la trama (vehiculizar un diálogo para evitar más derramamiento de sangre) radica el desenlace relativamente amable del film, a pesar de que se trata de una obra austera y ríspida. 

 Lo cierto es que según la mirada de The killer inside me y en buena medida la de Shotgun Stories, eso que difusamente se define como drama sureño se sigue interpretando ya sea: con la simbología del cowboy cavernícola, como la venganza personal de un tipo rudo, como el enfrentamiento violento entre muchachones orgullosos o como la escalada delictiva y privada de un psicópata. Nunca es observado como ahora a partir de Lazos de Sangre, a través de un complejo tejido de relaciones familiares que esconde turbias realidades políticas y económicas regionales. Nada de explicaciones psicologistas, el film de Debra Granik resulta de un pragmatismo radical en su elaboración de la tragedia familiar, de los intrincados lazos sociales en un sur tan variopinto como es el de Estados Unidos, que cobija en su seno Cinturones Bíblicos, comunidades que funcionan al ritmo de las “cocinas” de crack, mormones o amish que -asumiendo su impostergable derecho a armarse- se horrorizan ante la sed de sangre de su sociedad sólo a nivel discursivo. 

 Una película, tal vez precursora, ya exploraba acerca de la realidad sureña de Estados Unidos con sustancia reflexiva inédita: la multipremiada Sin lugar para los débiles (2007) de los hermanos Coen. En este largometraje basado en la novela homónima de Cormac McCarthy se condensan varios tópicos del llamado gótico sureño. Con un estilo que no recurre a ningún sentimentalismo, el film comentaba por lo menos tres líneas importantes de esos lares: la epopeya crepuscular de un sheriff desplazado por los códigos de vida contemporánea, la violencia naturalizada personificada en el asesino a sueldo interpretado por Javier Bardem, el sinsabor de la vida rural texana. El abanico condensaba una buena pintura de la árida cultura sureña americana. Remakes del lejano oeste, neowesterns, films noir de época situados geográficamente en estados como Arkansas, Missouri o Texas van ampliando la brecha filmográfica que aborda cuestiones de una zona nada amable de los vecinos del norte del continente. 

 Profundizando ese carril temático, si hay algo destacable en Lazos de sangre -en su representación del drama social sureño- es que propone una visión más bien realista, matizando un poco el sintetizado mosaico de abordajes que puede verse en la cartelera. En su anclaje casi documental, reeditando marcas de cuña neorrealista, Debra Granik usa su cámara como un escalpelo para diseccionar las condiciones de vida de un pueblo a través de una adolescente (la sangre familiar se renueva) que enfrenta las desventuras, asumiendo cierta responsabilidad política (cierta madurez que no le corresponde a su edad) con la mayor valentía. De allí que su personaje -a pesar de la inminente tragedia- pueda esbozar el deseo de un destino más benévolo, incluso si el tan mentado sueño americano queda patas para arriba.


 Artículo publicado originalmente en Revista de Cine Godard!

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