Por Eduardo D. Benítez
Desde el
último decenio, aproximadamente, se viene dando un nuevo fenómeno audiovisual: el
consumo masivo de series televisivas. Y desde entonces, la maquinaria parece
cada vez más y mejor aceitada. Nuevas producciones norteamericanas engrosan una
lista que se nutre de los géneros más diversos, de los abordajes más disimiles a
las temáticas más inéditas, reservando para la pantalla chica lo mejor que le
ha pasado a la ficción en años. No podemos afirmar que esto signifique un
eclipse para la forja Hollywoodense que alimenta la pantalla grande, pero sí es
una especie de antídoto ante la tendiente homogenización de público por parte
del cine comercial o la nueva oleada de films-acontecimientos como Avatar (2009), Inception (2010) o The Smurfs
(2011); productos que necesariamente declaman su especificidad en completa
sintonía con su funcionalidad mercantilista.
Cuando se
revisan series como Mad Men, The Killing, The Wire o Rubicon –por
dar sólo algunos ejemplos- puede apreciarse la evidencia de una búsqueda estética
genuina donde se problematizan y enriquecen los temas aludidos dando cuenta de un sentido respeto por la
inteligencia y la avidez de la audiencia. Buena parte de la vitalidad de la que
goza una gran porción de la ficción televisiva hoy en día, tal vez tenga que
ver con el hecho de no subestimar al público con cristalizaciones de sentido, ni
con reducir la conflictividad social a la medida de grandes caricaturas. En
este sentido, resulta clave una reflexión profundamente lúcida que el crítico
norteamericano Kent Jones deja esbozada al sesgo en un bello texto sobre The Wire: “las metáforas y los géneros no tienen nada de malo en sí, pero nuestra
recepción de ellos como un marco que nos permite ver la sociedad contemporánea
es raro, y apunta a una tendencia nacional que tiene su origen fuera del ámbito
del cine. Cualquier norteamericano con un nivel de vida decente, y eso incluye
a los directores de cine, ha naturalizado un imperativo insistentemente
repetido que es difícil de sacarse de encima: cada vez que uno se enfrenta con
la realidad nacional, no hay que olvidarse del sueño nacional”. Es notable
cómo, cualquier film que se proponga dar por tierra ó diseccionar el sueño
americano es enarbolado como un accidente en el sistema, como un suceso de justicia social; mientras que
si uno se pasea por las señales de AMC, HBO o NBC, esa “ideología” es jaqueada
por doquier. Sólo hace falta con echar una ojeada, por ejemplo, a algún
capítulo de Big Love (2006) para
darse de lleno con las tensiones entre sexualidad, religión e institución
familiar de una sociedad que parece tener muchos más matices de los que
conocemos, ó con el cuestionamiento del imaginario de los estados del sur en
una serie del género fantástico como es True
Blood (2008). Muchas de las series se interrogan profundamente sobre la
existencia ó no de una cierta “esencia” americana y asumen su dimensión
política sin velos con miradas que enriquecen el entramado social que se
retrata. Una de las grandes virtudes en esas vías, es el esfuerzo por considerar
que no hay líneas divisorias y rígidas entre el bien y el mal; cosa a las que
nos tenían acostumbrados series como CSI
(2000) o Law & Order (1990). Producciones
como The Killing o The Wire parecen confirmarnos que no existen
de un lado los buenos y del otro los que no lo son; sino que hay un tejido de
personajes que es mucho más complejo y mutable.
Si la
televisión anteriormente cumplía la función de una suspensión temporal de la
alienación del trabajo y como fugaz pasatiempo para alterar rutinas; hoy en día
cada capítulo de nuestra serie preferida se espera como un estreno
cinematográfico de los más adrenalínicos, como un verdadero evento. El “boom”
no se limita al marco de la pantalla catódica sino que la desborda y se traduce
en efectos como una tendiente proliferación editorial que ya ha dado a luz
ejemplares como Mad Men y la filosofía,
Los sopranos y la filosofía, etc.;
por no mencionar los miles de foros de discusión y expectación que pueblan día
a día el ciberespacio, ni el merchandising o el packaging de lujo que adorna
cada edición de una nueva temporada lanzada en formato DVD. Y el auge ha dado
lugar, además, a que la producción televisiva se haya
vuelto más ambiciosa, nutriéndose de presupuestos inéditos hasta la fecha y por
ende sosteniendo un cuidado minucioso en términos de producción. Por ejemplo, las
sitcoms dejaron de tener locaciones fijas y cuentan con muchos personajes, algo
ajeno a su especificidad (Party Down,
Community) ó se ha sofisticado la
dirección de arte hasta orillar lo obsesivo cuando se trata de una
reconstrucción costumbrista o de época (Mad
Men).
El despliegue de comentarios que
sigue es tal vez producto del capricho personal de quien suscribe. Hay series
muy buenas que seguramente se escapen de esta nómina. De todos modos se
mantiene una voluntad de abrir el abanico más amplio posible de estéticas,
géneros y tramas. He aquí un generoso (que no exhaustivo) mapa para circular
por el novedoso territorio de ese cine hogareño y portátil que son las nueva
series americanas.
La ciudad, un protagónico.
Puede decirse que en muchas de las series televisivas actuales
el contexto donde transcurren sus historias funciona como un actuante más (la
Nueva York de Mad Men es inseparable de sus conflictos). Pero si hay dos series
en que el andamiaje de una ciudad se desarrolla plenamente al punto de
establecerse como un protagónico, estas son The
Wire y The Killing. La primera –lanzada
por la cadena HBO- fue tal vez la que comenzó a gestar la sensación de que algo
estaba cambiando en la ficción para el hogar; la segunda fue emitida por ACM y
su excelente primera temporada acaba de cerrar el primer semestre del año. Se
espera ansioso el continuará…
The Wire, serie
emblemática ideada por el talentoso David Simon, resulta un fresco naturalista y
descarnado de la vida en las calles de los suburbios de Baltimore. Concebida en
su superficie como un thriller focalizado en el problema del narcotráfico, todos
los episodios se
toman el tiempo necesario para contar una historia fraguada desde una mirada
casi sociológica, sin ribetes grandilocuentes; por ejemplo recurriendo a
actuaciones que responden a un saber de la calle y no al conservatorio de
teatro. Durante los sesenta capítulos que conforman
sus cinco temporadas, la ciudad de Baltimore es diseccionada en todos los
niveles, haciéndonos experimentar hasta el más mínimo proceso burocrático: los
entretelones administrativos de un operativo policial, la espera tediosa de un dealer que aguarda por su yonqui. Como en la vida, todo puede ser
trastocado, nada es inmutable en The wire.
Retratados como seres humanos que son, los policías cometen errores y además
saben apreciar cierta inteligencia de los códigos mafiosos. A su vez, la vida
cotidiana del narco ó el ladrón es interpelada tan desprejuiciadamente como
para hacernos simpatizar muchas veces con ellos, resultando así un cimbronazo a
los cimientos de la respetabilidad de la “conciencia media”. El contrabando en
el puerto, el mundo de las drogas, la influencia del periodismo a nivel
político; todo ello es ilustrado en una dimensión minuciosa en esta serie
excepcional donde –tal vez una de sus mejores armas- no hay héroes omnipotentes
por ningún lado porque el protagonismo es del tejido criminal entero.
Por su parte The Killing está basada en una producción
homónima de origen danés. La serie trabaja en cada capítulo un día en la
investigación del asesinato de una joven estudiante, una chica de 17 años que
aparece ahogada en un lago de Seattle. Ese es el puntapié inicial para
desarrollar -como un caleidoscopio- el punto de vista de todos los que se ven
involucrados con este crimen: la familia de la joven asesinada, los
investigadores, la campaña política de un concejal, los compañeros de la
víctima y todo el tejido de relaciones que moviliza un hecho de la magnitud de un
asesinato. Hay que decir que una de las virtudes de la serie es que todos esos
frentes narrativos gozan de la misma atención y que a todos los personajes se
les dedica el tiempo necesario para ir profundizando sus ambigüedades, a pesar
de tener -por lo menos- tres personajes de gran peso dramático y protagónico
(la pareja investigadora y el padre de la chica asesinada).
No
es difícil encontrar varias similitudes con Twin
Peaks de David Lynch, no sólo porque ambas comienzan basándose en la
investigación de un único crimen y desde allí despliegan un sinnúmero de
subtramas; sino por cómo es abordada esa investigación, por la manera de “oxigenar” el relato nutriéndolo de varias
líneas narrativas. Sin embargo cierto afán realista en The Killing la distancia de esas secuencias sobrenaturales, de esos
viajes de peyote a los que nos tiene acostumbrado David Lynch. Sus personajes están desarrollados de manera austera, no hay en
ellos afectaciones ni emociones solemnes; lo cual ayuda a producir un efecto
bastante intimista; por ende cercano y conmovedor. Hay que decir que dos de los
mayores efectos retóricos de la serie son la ciudad misma de Seattle y las
lluvias permanentes, casi dos personajes complementarios que generan una atmósfera
densa y lírica fotografiada de manera inédita con un tono de lúgubre gris, que
le da a la serie entera un tinte melancólico e incluso la llega a convertir en
un terreno post apocalíptico.
Ovnis de la pantalla catódica: Mad Men y
Rubicon
La idea circuló en
millares de foros de discusión sobre el universo de las series episódicas: “Rubicon y Mad Men son series difíciles”, rezaba la voluntad popular. Sin
embargo esa especie de epíteto espinoso con que el público catapultó a ambos
productos tuvo efectos diametralmente opuestos para cada uno de ellos. Ambas
fueron una apuesta fuerte de AMC pero Mad
Men corrió con mejor suerte llevándose una colección infinita de Globos de
Oro y premios Emmy. En cambio Rubicon
fue desatendida por la audiencia -tildada de ser muy intrincada y sostener un
ritmo narrativo lento- y sufrió el cese de pantalla apenas concluida su primera
temporada. A pesar de haber sufrido los embates de la desilusión de rating,
esta última es una de las joyas mejor guardadas del “boom” de las series. Sin
hacer uso casi de escenas de acción, Rubicon
se erige como una ficción de intriga política, como una de esas historias de
conspiración internacional que remiten al cine hollywoodense de los años
setenta, especialmente a películas como Los
tres días del cóndor (1975) ò Todos
los hombres del presidente (1976). Creada por Jason Horwitch, la serie nos muestra a nuestro
protagonista, Will Travers, sin demasiado encanto personal, más bien un hombre sin
mucha sustancia pero demasiado lúcido como para trabajar en un sector de
Inteligencia del Instituto de Política Americana y descubrir en los crucigramas
del New York Times que resuelve como
pasatiempos una extraña combinación relacionada con una serie de asesinatos. Si
en The wire la virtud está en hacer de
cada mínima relación entre los que conforman las estructuras viciadas del
sistema un acontecimiento físico y conmovedor; en Rubicon cada sucesión de hechos se inscribe en un nivel de paranoia
y vacilación inasible, irrepresentable. En Rubicon todas las sospechas se vuelven
complejas abstracciones, tienen el temerario condimento un suspenso inmaterial.
También emitida por AMC, Mad
Men muestra una época de crucial transición en la vida norteamericana que
se vislumbraba a finales de los años 50 y principios de los 60. Una sociedad
con un estilo de vida conservador que comenzaba a ser jaqueado por el
surgimiento del amor libre y el flower power. Hablar de Mad Men
es hablar de una serie con valores cinematográficos sin precedentes, una
invitación a olvidar que estamos ante la pantalla chica y quedar rendidos ante
ese precepto de los años gloriosos del mismísimo Hollywood: hacer un cine que
sea más grande que la vida. El espectador se quedará a ver Mad Men
si está dispuesto a recibir los conflictos de los personajes por capas, de
manera progresiva y no por un simple relato-sensación-inmediata como suele
suceder en series como Lost.
Creada por Matthew Weiner -uno
de los guionistas de Los sopranos-, Mad Men narra los comienzos
dorados de una de las grandes agencias de publicidad de New York: la Sterling
Cooper, ubicada en Madison Avenue en aquella época. En los primeros capítulos
la serie hace especial foco en uno de sus personajes: el creativo publicitario
Don Draper, un hombre duro y acartonado que irá tomando color a medida que la
historia avance y ciertos misterios vayan siendo revelados. Alrededor del genio
Don, se organiza una serie de ejecutivos en ascenso, conformando un complejo de
recelos laborales, amistades dudosas, adulterios y juergas interminables. Si la
creación de Matthew Weiner cosechó premios como el Globo de Oro a la mejor
serie dramática o al mejor actor dramático no es por nada. Con un trabajo de
arte que bordea lo obsesivo, sitúa el clima histórico de manera inigualable.
Vestuarios y decorados relucientes y motivos visuales que se repiten como
hallazgos de época: la presencia constante del whisky y el tabaco en el quehacer
cotidiano de la oficina.
No basta con mirar sólo un
puñado de capítulos de Mad Men para caer en la tentación
definitivamente. Hace falta darle tiempo porque la serie encuentra su curso
narrativo fluido a medida que va llegando al fin la primera temporada. Es
entonces cuando salen a la luz las rasgos más interesantes: el universo
femenino, con todas las represiones corrientes de esos años, va cobrando más
matices y conquistando terreno en la serie, por sobre la misoginia e hipocresía
con que Mad Men retrata al mundo masculino. Ellos tendrán que lidiar con
sus propios fantasmas y sus ridículas ambiciones; ellas tendrán que negociar
entre la represión feroz de la sociedad -y de sus propios esposos- y sus deseos
de vivir la vida como cualquier mortal.
Reviven: revitalización de
zombies y vampiros.
Es una época en que los vampiros
están de vuelta. Y ese regreso se manifiesta como una oleada que nos trajo –en cine-
desde infectos como la saga de Crepúsculo
hasta la exquisita Let the Right One In (2008) del sueco Tomas Alfredson. En ese contexto
entra también True Blood, la serie creada
por Alan Ball, un pope del guión que tiene en su haber a American Beauty (1999) y la exitosa serie Six Feet Under (2001). Convertida de inmediato en una de las series
más populares de la cadena HBO, True Blood expone una situación en la
que los vampiros -gracias al consumo de una sangre artificial fraguada por
científicos japoneses- están integrados a la sociedad. A su vez, la trama se
complejiza porque esa incorporación civil propicia el mercado negro de una
droga alucinógena extraída de la propia sangre de los vampiros. Todo esto se
desarrolla en un pequeño pueblo de Luisiana en pleno corazón de la “América
profunda”, donde el hombre conservador y
honesto, cristiano y de buen corazón entra en contradicción con sus miserias y
bajos instintos. Ese escenario sureño es adecuado para encuadrar una historia
en la que Sookie, una joven camarera de buena conciencia, mantendrá un controversial
romance con un vampiro llamado Bill. Grandes dosis de sexo, algo de sangre
rayana con el gore y un salvaje consumo de drogas son los grandes pilares sobre
los que se encuadra la historia, con un telón de fondo que a veces instala
preguntas sobre el “cómo vivir juntos” o apuesta a alegorías políticas identificando la realidad del mundillo de
los chupa sangre con la de las minorías oprimidas. True Blood es un desafío a las exigencias de un género fantástico que
reclama fervientemente su poder contestatario.
Algo más
rudimentaria y directa es la superproducción de The walking dead (2010). Basada en el comic homónimo firmado por la
dupla Robert Kirkman, Tony Moore, la serie cuenta una historia apocalíptica donde los zombies
toman el control y sólo existe un grupo de sobrevivientes. De imponente
factura, la historia comienza cuando un policía despierta -luego de estar en
terapia intensiva- en un hospital deshabitado donde no hay rastro de alma
humana alguna y transita las calles de Atlanta hasta dar con su familia que ha
formado una cuasi comunidad exiliada de este nuevo estado “come cerebros” del
mundo. La miniserie The Walking Dead hace
honores a la sangre a borbotones, a
un festejado derroche de vísceras. Por
otro lado aquí no se elude el comentario moral ni la crítica
social como constante nota al pie en ningún momento. Consignemos una vez más que el género de
zombie no es sólo una cara monstruosa. Los preceptos del maestro Romero siguen
vigentes.
La nueva risa.
Quizás
resulte ampuloso postular el reinado de una “nueva comicidad”, lo que tal vez
no sea tan arriesgado es afirmar que ciertas marcas retóricas pueden evidenciar
una tendencia de la comedia episódica por buscar la risa sólo al nivel de un efecto
secundario. Grandes series como Party
Down (2009), Bored to Death (2009) y
Community (2009) recurren al gag
físico, pero sobre todo hallan al chiste como una abducción o un sustrato
resultante de un poder reflexivo (sobre el género mismo, sobre la condición
humana) que predomina por sobre la comicidad (incorrección política, anti heroica,
la eterna adolescencia). Evidentemente la comedia televisiva está empezando a liberarse cada vez más
de la lógica de la sitcom clásica. Gran parte de esto comienza mediante algo
tan simple como quitar las risitas grabadas. Esa especie de “fórmula de la
felicidad” se está rompiendo, de obstinada búsqueda del placer primario para
dar paso a un goce más bien metatextual: ya sea retratando la decadencia del sistema educativo público
teñido de humor absurdo, pintoresquismo y socarronería en Community; dando por tierra las tradiciones del film noir con un personaje buscavidas como el
que encarna Jason Schwartzman en Bored to Death o recurrir a los efectos del cinema verite para
contar las frustraciones laborales de una fraudulenta empresa de catering en Party Down.
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